domingo, 5 de septiembre de 2010

LA OTRA PUERTA GIRATORIA


La ética pública ha avanzado siempre tironeada por la realidad y, por tanto, en épocas de rápidos cambios, como la que vivimos, evoluciona más velozmente. Basta pensar que veinte años atrás no existía, ni de lejos, una demanda pública por la transparencia de los actos de las autoridades.

A menudo pasan muchos años desde que se acepta socialmente un nuevo principio de ética pública hasta que éste se plasma en una ley. Por ello, las exigencias sociales sobre la conducta de las autoridades se basan, a veces, en imperativos morales que aún no son regulados por la ley. Ello no significa que carezcan de fuerza ética; de hecho, los gobernantes ya saben que no basta alegar que no han violado la ley, cuando infringen algún principio de moral pública.

En Chile son varios los principios éticos que en años recientes han llegado a ser generalmente aceptados y que, sin embargo, no están regulados por la ley o lo están insuficientemente. Por ejemplo la ilegitimidad de los gastos reservados excesivos; del favoritismo en sus distintas variantes (nepotismo, amiguismo, clientelismo…); de distintos conflictos de intereses; y de la llamada puerta giratoria. En esta columna nos referimos a esta última práctica.

La prensa le ha dado el nombre de puerta giratoria a la situación de las personas que entran y salen de la cárcel, repetidamente. Analizaremos otra variante de “puerta giratoria” que se conoce desde antes.

La expresión viene de un escándalo que ocurrió en los Estados Unidos. A comienzos de los años 80 un informe del Congreso de ese país reveló que ejecutivos del departamento de adquisiciones del Pentágono se acogían a media jubilación a los cuarenta y tantos años e inmediatamente eran contratados por las mismas empresas de armamento con las habían tratado cuando estaban al servicio del Estado. Se supo también que en las facturas que dichas empresas presentaban al Pentágono, los precios estaban increíblemente inflados. Conclusión: esos funcionarios tenían el incentivo perverso de no morder la mano que los alimentaría mañana. Lo mismo ha ocurrido en diversos países en los sectores bancario, eléctrico y de telecomunicaciones, entre otros.

La solución es compleja. Con sólo prohibir que un funcionario ejerza en el mundo privado dentro del campo de su especialidad, luego de dejar su cargo público, no se resuelve el problema. Al Estado le conviene atraer buenos profesionales, los cuales dudarían sumarse al gobierno si luego quedan impedidos de ganarse la vida en lo que saben; también hay que respetar el principio de libertad de trabajo. Para conciliar estos intereses contrapuestos, algunos países han establecido una prohibición por un tiempo determinado para evitar que ex altos funcionarios trabajen en empresas privadas del mismo sector con el cual se relacionaban cuando eran agentes del Estado. Incluso, en algunos países se mantiene la remuneración total o parcial del ex funcionario mientras dure esta prohibición.

En Chile todavía no hay cabal conciencia de este problema ni cobertura adecuada de prensa. Por tanto, es oportuna la entrevista en la sección Reportajes del Domingo, de este diario, al connotado economista chileno y profesor de la U. de Yale, Eduardo Engel. Este académico hace notar que en el actual gobierno, la Subsecretaria de Obras Públicas representaba antes, como abogada, a agrupación de empresas concesionarias. Se da aquí un caso potencial de doble vuelta de la puerta giratoria. Primero, la profesional llega al gobierno al mismo puesto donde antes tenía su principal “contraparte”. Luego, en 2014 o antes incluso, es posible que regrese a trabajar en el mundo privado, defendiendo a las concesionarias, pero ahora provista de un acabado conocimiento interno de cómo actúa respecto de ellas el Estado. ¡Como para encender una fuerte luz amarilla!

DERECHOS DE NIÑOS Y ADOLESCENTES


Dentro de dos semanas se cumplirán 20 años de vigencia de la Convención sobre los Derechos del Niño, de Naciones Unidas.

Como se sabe, desde la segunda mitad del siglo pasado nos hallamos en una época de consagración internacional de derechos. Primero fue la proclamación de derechos humanos para toda persona. Más tarde, se establecieron derechos de ciertos colectivos a los que se debe protección o reconocimiento especiales. Muchos de estos últimos esfuerzos han sido lentos y dificultosos. Más aún, una vez obtenido el reconocimiento, por medio de convenciones o tratados, de los derechos de determinados colectivos, numerosos Estados se mantienen al margen del acuerdo o los aplican a su manera. Así ha sucedido con los derechos de la mujer, de poblaciones indígenas, de los trabajadores migrantes y, más recientemente, de los discapacitados. En lo que toca a los derechos de minorías sexuales, los avances se han logrado, gradualmente, mediante una interpretación amplia de la norma de no discriminación por sexo. En cuanto a las personas de la tercera edad, no hay todavía tratados (esto es, acuerdos obligatorios) de Naciones Unidas, sino sólo recomendaciones.

Con respecto a los niños (para la Convención, los menores de 18 años), la situación pareciera ser distinta. En todas las culturas se considera que la niñez tiene una vulnerabilidad transitoria, propia de su inacabado desarrollo. También se ve a los niños como objeto universal de afecto o como el germen de la humanidad futura y, en razón de ello, merecedores de especiales cuidados. Por lo mismo, hay una mayor disposición compartida a brindarles atención. De hecho, la Declaración de los Derechos del Niño de Naciones Unidas, que precedió a la Convención, fue una de las primeras de esta época de internacionalización de los derechos: data de 1959.

Sin embargo, la Convención que entró en vigencia en 1990, terminó por consagrar un cambio de mentalidad sobre los derechos del niño que un experto de UNICEF considera un giro “copernicano”.

Con anterioridad a dicho cambio de paradigma, todavía acarreaba peso la doctrina de la “situación irregular”. Es lo que me enseñaron en la Escuela de Derecho, largo tiempo atrás. Conforme a esta visión, los niños y adolescentes deben ser objeto de protección a partir de una definición negativa, basada en lo que no saben o no tienen, o en aquello de lo que no son capaces (por ejemplo, el niño desvalido, sin escolaridad adecuada, entregado a la vagancia o la explotación). A partir de la Convención, cuyo vigésimo aniversario pronto conmemoraremos, se impone la visión legal de que los niños y adolescentes tienen la calidad de portadores de derechos, como personas que son. Este reconocimiento ético de su dignidad y autonomía (sin perjuicio de las naturales limitaciones de esta última) es el fundamento de varias normas y principios, entre ellos: que no deben ser sujetos a discriminación, que tienen derecho a participación - dentro de los parámetros de su edad - y que se les debe protección integral, teniendo como norte su interés superior.

Como todo gran cambio de visión, esta nueva (o ya no tan nueva) concepción todavía debe difundirse, asimilarse y consolidarse. Sin embargo, lo más importante es verter dicha visión, progresivamente, en programas y políticas públicas dirigidas al desarrollo y protección plena de la infancia y adolescencia, sobre todo en materia de educación. Estas tareas recaen en el Estado, las familias y la sociedad civil. Desde el plano internacional, el apoyo puede venir de UNICEF, el organismo de Naciones Unidas especializado en la niñez, el cual ha contribuido significativamente a estos avances, incluido el impulso a la Convención sobre los Derechos del Niño. Entonces, más que una fecha para celebrar, el aniversario de la Convención debería ser motivo de renovada determinación de avanzar de verdad en el cumplimiento de los más esenciales de nuestros deberes como sociedad: los que tenemos para con las nuevas generaciones.

JUSTICIA Y CLEMENCIA: EL DEBATE QUE NO FUE


El Domingo pasado publiqué el artículo “Diez Puntos Sobre Indulto y DD.HH.”. Pese a su título, no trataba específicamente sobre “indultos”, aunque ésa es la palabra con que últimamente se identifica (incorrectamente) el tema en cuestión. Lo que sí intentaba aclarar es las condiciones y límites del perdón o clemencia.

Mi planteamiento central es que Chile se debe a sí mismo “una discusión ética y legalmente fundamentada sobre este tema”. El debate se ha reducido a simplificaciones y encasillamientos. Y, luego del domingo pasado, no ha habido mayor discusión pues todos entendieron que con el anuncio del Presidente Piñera, comunicado ese mismo día, se cerraban las posibilidades, al menos por ahora.

Como ejemplo de la simplificación a que me refiero, en El Mercurio de hoy, una periodista pregunta al Ministro de Justicia si el gobierno no es “más papista que el Papa” al haber negado la posibilidad de indulto, cuando personas como quien escribe habían señalado que la ética exige, en estos casos, conciliar “una justicia seria con un grado de clemencia por motivos bien fundados”.

De lo que yo había escrito, las palabras “seria”, “un grado de” y “bien fundados” dejaban de tener relevancia. Lo que interesaba es el sustantivo “clemencia” que se interpretaba, implícitamente, como sinónimo de indultos. De este modo, se encasillan las opiniones en el esquema de blanco o negro. El Ministro aclaró en la misma entrevista, adecuadamente, que “es sano entender que cuando hablamos de DD.HH … estamos haciéndonos cargo de un tema que nos pertenece a todos”.

No deja de ser frustrante que, en lo que hoy pasa por debate de temas de fondo en nuestro país, si uno sostiene “uno, dos tres”, no se responda “cuatro, cinco, seis”, sino algo por el estilo de “triángulo, jueves, amarillo”. Insistamos, sin embargo, en tratar de aclarar los puntos más pertinentes:

1. Una justicia seria supone que los procesos son justos y las eventuales condenas son proporcionales a la gravedad del crimen. En suma, que no sea una fachada tras la cual se esconde la impunidad. Dicho ello, la posibilidad de clemencia no está excluida.

2. Aunque toda violación de DD.HH. es condenable, no toda es un crimen contra la humanidad. Esta caracterización se aplica a ilícitos particularmente graves que se han cometido como parte de un ataque masivo o sistemático contra sectores de la población y a sabiendas de ese ataque. Respecto de ellos, la seriedad de la justicia debe ser más enfática: el paso del tiempo no extingue la responsabilidad de los hechotes, es decir, son delitos “imprescriptibles”: no caben medidas que impidan un proceso y eventual castigo; los motivos para una posible clemencia (que no es, necesariamente, sinónimo de indulto) deben ser aún más fundados que en el caso de crímenes menos graves.

3. En situaciones de polarización política como la que vivió nuestro país, hay más probabilidades de que aflore lo peor del ser humano. Por supuesto, ello no legitima los crímenes, pero da pie a que se muestre clemencia a quienes, no habiendo perpetrado crímenes contra la humanidad, colaboren con la verdad y expresen arrepentimiento.

4. Incluso (y este punto es siempre difícil de asimilar) respecto de quienes hayan cometido los peores crímenes, no está cerrada la posibilidad, siempre que sea muy bien fundada, de actos de humanidad. Por ejemplo, hace cerca de 40 años, Amnesty Internacional pidió que Rudolf Hess, el tercero de la jerarquía nazi, quien había quedado como único recluso en la cárcel de Spandau, a una edad muy avanzada, no fuera mantenido en régimen de incomunicado. A quienes objetaron que se trataba de un monstruo se les respondió: “nosotros no lo somos”. Efectivamente, no torturamos a los torturadores ni negamos gestos de justificada humanidad a quienes no tuvieron ninguno con sus víctimas.

5. Es decir, aun en caso de los peores crímenes, si se ha cumplido una parte significativa de la pena y se expresa un genuino arrepentimiento, se justifican medidas como, por ejemplo, que el reo cumpla el resto de la pena en su domicilio, si tiene una edad muy avanzada o una enfermedad grave.

6. Lo anterior se aplica también a condenados por delitos comunes. Además, se hace imperativa de una reforma penitenciaria, dadas las condiciones actuales de las cárceles.

7. La decisión del presidente Piñera no cierra las posibilidades de tales opciones de clemencia, pero no es suficientemente precisa tampoco.

8. Debemos tener claro que no toda clemencia consiste en amnistías ni en indultos, sean éstos particulares o generales. También debemos plantearnos si el indulto presidencial, resabio de tradiciones monárquicas, no debiera transformarse en una facultad entregada, por ejemplo, a una comisión de personas independientes y bien versadas.

Mis esperanzas de que podamos discutir estos temas fundadamente no son muchas, pero tampoco se han desvanecido.

domingo, 1 de agosto de 2010

DIEZ PUNTOS SOBRE INDULTO Y DERECHOS HUMANOS



Varios años atrás escribí un artículo llamado “Justicia con Clemencia”. Hoy el tema sigue pendiente y las reacciones frente a cualquier propuesta continúan siendo, comprensiblemente, fuertemente sentidas en vez de reflexivas.

Ante el reciente documento de la Iglesia Católica sobre indultos para el Bicentenario, comienzo por aclarar que no soy creyente. Por tanto, lo analizaré sólo desde una perspectiva ética y legal, aunque limitándome a los casos de derechos humanos:

1. Gravísimas violaciones de derechos humanos se cometieron en Chile durante la dictadura militar. Ello ocurrió luego de una salida de fuerza ante una aguda polarización política. Por cierto, ninguna situación de contexto valida lo que es absolutamente injustificable. Sin embargo, la historia de esos años contribuye a explicar que, aún hoy, los resabios de antiguas pasiones obnubilen la mente de algunas personas. En efecto, todavía hay civiles y ex uniformados que, con su actitud o sus palabras, siguen tratando de excusar los crímenes perpetrados.

2. La reconstrucción de la convivencia nacional exige la verdad, el reconocimiento, las reparaciones y la justicia frente a los crímenes del pasado. El asunto más crítico consiste en decidir la extensión de la justicia y, por tanto, la posibilidad de clemencia.

3. Sobre los puntos precedentes, hay dos nociones morales que es difícil armonizar. La primera enfatiza, correctamente, la responsabilidad individual por nuestros actos: ello es consustancial con nuestra autonomía como individuos. La segunda comprueba que en ciertas circunstancias se suele abrir paso al monstruo que, lamentablemente, anida en la condición humana, pero que ello no implica que cada uno de los individuos que participaron en la comisión de crímenes sea irredimiblemente perverso.

4. Para conciliar ambas nociones morales, se debe recurrir al buen criterio ético. Ello supone tanto una justicia seria como un grado de clemencia por motivos bien fundados.

5. En las grandes tradiciones religiosas y humanistas, el perdón individual está entregado a cada cual. Sin embargo, el perdón social supone varios pasos: admitir lo que se hizo; reconocer que estuvo mal; resolver no volver a hacerlo; y estar dispuesto a hacer reparaciones (“penitencia”, en el lenguaje religioso tradicional). Cumplido todo esto, el mismo hechor habría reafirmado los valores morales que sustentan a la comunidad y podría ser perdonado.

6. No obstante, la experiencia de las naciones y el derecho internacional han agregado algo más: el deber imperativo de castigar los crímenes contra la humanidad. La definición de éstos quedó consolidada en el Estatuto de Roma, de 1998. Se requieren, conjuntamente, tres requisitos: (i) un hecho criminal (por ejemplo, desaparición, asesinato, tortura); (ii) que tal hecho se perpetre en el contexto de un ataque masivo o sistemático contra la población civil; (iii) el conocimiento de dicho ataque. No cabe duda que esta definición se aplica a quienes tuvieron diversas responsabilidades de mando en la DINA y otras agencias represivas. Sobre otros partícipes, se debe examinar, caso a caso, si sus delitos pueden o no ser calificados de crímenes contra la humanidad. Se concluye, sin embargo, que no toda violación de derechos humanos es un crimen contra la humanidad.

7. Hay quienes argumentan que este concepto de crímenes contra la humanidad no es aplicable a los hechos de los años setenta, porque data de 1998. Esto no es sostenible. Más que crear un nuevo delito, la definición recoge un imperativo ético y jurídico que ya estaba incorporado en la conciencia de la humanidad.

8. El Estatuto de Roma de 1998 declara que los crímenes contra la humanidad son imprescriptibles, esto es, que el transcurso del tiempo no extingue la responsabilidad de los hechores. ¿Acaso dice también que no se puede aplicar medida alguna de clemencia a los condenados? No lo dice. La sana interpretación de esas normas, sin embargo, determina que la clemencia – que puede consistir en una reducción o conmutación de la pena o en aliviar una condición de inusual sufrimiento - debe responder a razones muy de fondo y no puede ser una forma de impunidad disimulada. Entre estas razones se podrían contar, por ejemplo, una edad muy avanzada o una enfermedad grave, sumadas a un cumplimiento significativo de la condena impuesta y a la expresión de un genuino arrepentimiento.

9. Sería moralmente estrecho condicionar el debate sobre estos puntos a un cálculo de supuesta viabilidad política. Debe sí, tenerse debida consideración y respeto por la opinión de los familiares de las víctimas, aun cuando no corresponda conferirles propiamente una facultad de veto.

10. La propuesta de la Iglesia se hace cargo de muchos de los puntos anteriores (incluso en un tono algo defensivo, como anticipando las réplicas - comprensiblemente apasionadas - que ha recibido): No pide ni impunidad ni blanqueo; sugiere distinguir entre niveles de responsabilidad; habla de clemencia, no de perdonazo; enfatiza la importancia del arrepentimiento…

La sociedad chilena se debe a sí misma una discusión ética y legalmente fundamentada sobre este tema.

RECONOCIMIENTO DEL EJERCITO EN EL CASO PRATS


Largas décadas de angustiosa espera han pasado las hijas y demás familiares de quien fuera comandante en jefe del Ejército, Carlos Prats y de su esposa, Sofía Cuthbert, antes de que la justicia chilena haya dicho, en el día de ayer, su palabra final. Ambos fueron asesinados mediante un ataque terrorista perpetrado en Buenos Aires por agentes del gobierno chileno, en septiembre de 1974.

En esa época, el general Augusto Pinochet nada hizo para investigar lo sucedido ni para honrar a las víctimas, una de las cuales había sido su superior directo. Mal podría haberlo hecho. No tengo dudas de que el asesinato se perpetró por sus órdenes o, al menos, con su asentimiento. Me parece inconcebible que personas sujetas a disciplina jerárquica militar hayan complotado, a sus espaldas, para dar muerte a un ex comandante en jefe. A mi juicio, la renuencia de Pinochet, una vez consumado el crimen, confirma la suposición de su responsabilidad. No se entiende, de otro modo, que no haya movido cielo y tierra para aclarar tal hecho ni haya rendido honores a quien fuera su jefe.

Pasó el tiempo y a partir de 1998, una vez que Pinochet dejó el mando, la dirección superior del Ejército recayó en generales mucho más jóvenes, quienes apenas se iniciaban en la carrera militar al tiempo del golpe de Estado. Desde entonces, se inició un sostenido proceso de reconocimiento de los hechos del pasado y de normalización institucional.

En el 2000, la Mesa de Diálogo en la que participaron las Fuerzas Armadas y de Orden culminó con un reconocimiento de las violaciones de derechos humanos. Esta instancia no alcanzó los resultados esperados en la dilucidación de la suerte o paradero de los detenidos desaparecidos. Sin embargo, tocante al reconocimiento, su declaración abrió paso a sucesivos pronunciamientos en los años siguientes, entre los que destaca el "Nunca Más" del general Juan Emilio Cheyre.

Frente a un legado de graves violaciones de los derechos humanos, el reconocimiento de los hechos por parte de los más relevantes sectores políticos e institucionales es esencial. Tal reconocimiento reafirma los valores transgredidos, rectifica o reitera la doctrina institucional que nunca debió olvidarse, honra a las víctimas y facilita el proceso, inevitablemente largo y gradual, de reconciliación nacional.

Ayer, el Ejército dio un nuevo paso de reconocimiento, específicamente en lo que se refiere al caso de Carlos Prats. Ya anteriormente había reivindicado su memoria y la de su esposa, así como su calidad de ex comandante en jefe. La reciente declaración califica el crimen como se debe: repudia sin ambages a sus partícipes, reitera sus condolencias a la familia y reafirma la sana doctrina institucional.

Sugiere, también, que el atentado no desmiente ni la historia del Ejército ni el compromiso permanente de sus miembros con los principios institucionales. Sobre este punto, hay otras interpretaciones posibles, aunque se entiende que se diga lo que se dijo en el espíritu de enfatizar, positivamente, los valores permanentes de la legalidad y del honor militar. En suma, es un significativo paso institucional que debe ser apreciado.

Sobre la responsabilidad del mando de la época -en este caso, de Pinochet- nada se dice, sin embargo. Se pueden entender las limitaciones que la jefatura de la institución enfrentó a este respecto cuando todavía subsisten resabios de mal entendidas lealtades en la sociedad chilena, incluido el mundo militar. Permanece este punto, entonces, como un paso pendiente de reconocimiento que algún día deberá llegar.

viernes, 14 de mayo de 2010

LAS LLAMADAS "BECAS VALECH"


Se ha acusado a la Universidad UNIACC de promover activamente programas educacionales de baja calidad dirigidos incluso a personas sin calificación para cursar estudios superiores, pero portadoras de las “Becas Valech”.

Para situar debidamente este problema, recordemos lo siguiente:

Primero, que desde principios de los años 80 se viene consensuando, en todo el mundo, un conjunto de principios para enfrentar un legado de violaciones de los derechos humanos, como parte de un proceso de transición a la democracia. Segundo, entre estos principios se cuentan la revelación de la verdad de lo ocurrido, el reconocimiento de tal verdad, la reparación a las víctimas y la justicia.

En tercer lugar, sobre la verdad de lo ocurrido durante la dictadura, hubo en Chile dos comisiones. La denominada Comisión Rettig (1990-1991) que se concentró en casos de desaparición, asesinato y violencia política con resultado de muerte, los cuales suman más de tres mil, y la llamada Comisión Valech, sobre prisión política y tortura, que entregó su informe en 2004, calificando a cerca de 30 mil personas como injustamente encarceladas.

Ambas comisiones propusieron medidas de reparación para las víctimas o sus familiares. Estas medidas incluyen pensiones, atención de salud y becas de estudio. Otras leyes han otorgado beneficios a exiliados y a personas que fueron expulsadas (“exoneradas”) de la administración pública por razones políticas. Ha habido también reparaciones simbólicas, como la construcción de monumentos y parques conmemorativos.

El Estado ha gastado cuantiosas sumas en reparaciones, porque los daños han sido innumerables y muy graves. Se estima, generalmente, que las personas que han recibido reparaciones han sido bien calificadas como víctimas. Una excepción es la determinación de los exonerados políticos que incluye a miles de personas que no debieron haber sido reconocidas como tales.

Reparar es un deber moral y legal. Sin embargo, cuando hay beneficios económicos de por medio, tienden a suceder dos cosas. La primera es que, junto a las víctimas genuinas, otras personas intentan obtener beneficios. Algunas de ellas actúan con excusable ignorancia; la mayoría, no. Lo segundo que ocurre es que otros agentes tratan de lucrar en la medida que puedan. Se dice que este es la situación de la Universidad UNIACC y quizás de otros establecimientos educacionales. No me consta.

Lo que sí es claro es que hay que examinar a fondo las acusaciones. Chile ha sido uno de los países que más esfuerzos ha hecho por enfrentar el pasado de violaciones de derechos humanos. Esto se ha conseguido principalmente gracias a la presión sostenida de las propias víctimas y sus familiares. Lo que ellos han podido obtener no es una granjería, sino una reparación, quizás modesta, pero otorgada en un espíritu de justicia. Por lo mismo, no se puede dejar de investigar a fondo la posibilidad de que ese noble propósito haya sido contaminado por la mezquindad y la codicia.

Si se probara que hubo abuso, la política de reparaciones no perdería sentido. Pero sí se habrá aprendido una lección: hasta en los temas de mayor relevancia ética es preciso ser rigurosos. Quizás los legisladores aprobaron ciertas normas sobre reparaciones sin debidos resguardos, sea por considerar el tema políticamente tabú, por negligencia o por no querer enajenar a votantes potenciales. Y por ahí se pudo haber colado la trampa, que suele ser el repulsivo reverso de la medalla de la justicia.

martes, 11 de mayo de 2010

LOS USUREROS DEL SIGLO XXI



Las grandes tiendas y los bancos ofrecen asiduamente créditos de consumo, por escrito y por teléfono. Sin embargo, la información que entregan está cuidadosamente diseñada para que los clientes se fijen preferentemente en la cuota mensual. En su mayoría, las personas miran sólo ese dato y concluyen: “esto lo puedo pagar”.

Las actuales tasas de interés de los bancos ascienden a alrededor del 33% anual, (sin contar seguros y otros posibles cargos). Tales tasas pueden no ser ilegales, pero en una economía estable, con inflación de un dígito, desde el punto de vista ético son claramente usurarias. Los intereses encubiertos en las ventas a plazo son bastante mayores; el comprador termina pagando hasta el triple del precio al contado.

¿Quiénes caen? Los que se fijan sólo en la cuota y no sacan otras cuentas, o bien los eternos encalillados que van empujando, cuesta abajo, una bola de nieve de deudas. Esto es, los de menores ingresos y los consumidores adictivos, las víctimas históricas de la usura. En suma, millones de personas.

¿Cómo hemos llegado a este estado de cosas? A partir de cuatro pasos:

Primero: Siglos atrás, la religión condenaba todo préstamo a interés. Se decía que si el dinero era estéril, no era justo que produjera frutos. Con el desarrollo del pensamiento económico, se comprendió la importancia de la intermediación financiera y se terminó por estimar lícito un interés razonable. No obstante, se siguió castigando el cobro de intereses superiores al límite legal.

Segundo: Comenzando con las revoluciones republicanas y liberales de fines del siglo XVIII, se fue avanzando hacia la prohibición de la esclavitud y de los estamentos o clases privilegiadas. Sin embargo se suponía que, aliviado de estas cargas históricas, hasta el ciudadano más modesto podía decidir por sí mismo, sin mayores trabas (por ejemplo el minero de carbón podía contratar “libremente” con el dueño de la mina). Por esa época se concluyó que el comprador debe cuidarse por sí solo y que no le toca al Estado proteger a la gente de su propia imprevisión. Claro que se continuó sancionando penalmente la estafa, esto es el daño pecuniario producido a otro mediante un elaborado engaño. Sin embargo, si no había una maniobra engañosa, sino que simplemente algún incauto aceptaba comprar caro algo de inferior calidad, el problema era suyo. No se necesita mucha sagacidad para advertir que la regla de dejar que los consumidores se cuiden solos estaba pensada para las personas con mayor educación y recursos económicos.

Tercero: Las tendencias económicas dominantes, en los últimos 30 años, enfatizan la libertad de emprendimiento. Ésta es esencial para el progreso, pero contiene tanto impulsos creativos como depredadores. El desafío, entonces, es fomentar los primeros y regular los segundos. Sin embargo, los empresarios protestan contra toda regulación alegando que puede asfixiar la capacidad de iniciativa. Ello es cierto cuando es desmedida; pero una regulación demasiado débil da rienda suelta a la depredación.

Cuarto: la inversión y el consumo son pilares de las economías abiertas. Sin embargo, con la publicidad moderna, la disponibilidad de créditos y el estilo de vida urbano contemporáneo, se pasa fácilmente del consumo al consumismo.

Consideremos todos estos factores y veremos que la usura de hoy día está encubierta en los préstamos bancarios y, todavía más, en las ventas a plazo. ¡Que el comprador se cuide solo! ¡Qué chiste cruel! La verdad es que, en nombre de respetarles su supuesta libertad de elección, los más necesitados siguen trabajando para adquirir lo necesario (y hoy, también lo superfluo) en los equivalentes actuales de la antiguas pulperías.

¿Soluciones? Una mejor legislación sobre la usura abierta o encubierta; más eficientes servicios de protección e información para el consumidor; y estudiar si hay sistemas eficaces que permitan a los consumidores de menos recursos ahorrar primero y pagar al contado después, desembolsando la mitad o menos de lo que acostumbran pagar.

SERÁ MALO, PERO ES MÍO


En estos tiempos de demandas sociales (en su mayor parte, saludables) por mayores grados de transparencia pública, inevitablemente salen a la luz aspectos tenebrosos de grupos, instituciones o personas. Frente a ello, se dan dos opciones principales: reconocer o negar.

En relación con lo segundo, la psicología maneja los conceptos de negación y renegación. Con permiso de los expertos, lo diré en términos corrientes y quizás algo imprecisos: ambas son formas de defensa emocional frente a hechos reprochables o traumatizantes. Por ejemplo, un niño abusado por sus padres, puede bloquear esos actos chocantes que entran en conflicto con su sentido de afecto, protección o identidad. O bien, personas adultas que mantienen una fuerte adhesión hacia un colectivo (partido político, iglesia, país), una causa o un líder determinado, con frecuencia rehúsan reconocer – o siquiera a abrirse a discutir - hechos reprobables que puedan poner en entredicho sus lealtades.

En inglés existe el dicho: my country, right or wrong. Su sentido es: “estoy con mi país, tenga o no la razón”. En la historia de Chile, más de una vez se ha escuchado decir: “aunque éste sea un gobierno de porquería, es mi gobierno”.

El sentimiento - sea sincero o exacerbado por presiones externas - de lealtad patriótica o partidista ha producido, históricamente, una profusa serie de negaciones. Lo propio ocurre con las adhesiones basadas en otros rasgos de identidad compartida, sean éstos de tipo religioso o de pertenencia a distintas “tribus” sociales.

Estas reacciones primarias están enraizadas en dos propensiones poderosas: Por una parte, afirmar la propia identidad y, como corolario, sospechar de los “otros”, de quienes están más allá de los límites de mi familia, sector o colectivo; por otra parte, el impulso de conservación, el cual conlleva la tendencia de la defensa a ultranza de los intereses personales y grupales. Las normas éticas, que significan tomar en cuenta los intereses y derechos de todos, incluidos los “otros”, suponen un estadio superior de evolución social, hacia el cual hemos ido avanzando sólo lentamente.

Con todo, en los últimos 40 a 50 años, ha ido ganando terreno, poco a poco, una tendencia a conciliar lealtades y críticas. Un factor central en este proceso ha sido la difusión de principios de ética política y social de aceptación internacional: derechos humanos, protección del medio ambiente, probidad y transparencia… Así, hoy es posible escuchar – sobre todo entre los más jóvenes – expresiones de apoyo a un gobierno, institución o persona, junto a reproches por tal o cual acto o política. Ejemplo de ello han sido los reconocimientos por violaciones de derechos humanos del pasado que se han hecho en distintos países, los cuales incluyen también la admisión de hechos reprobables cometidos por el propio bando, como fue el caso de Sudáfrica; o bien la reacción de aquellos católicos que, sin renunciar a su fe ni a su lealtad hacia las autoridades eclesiales, no sólo reclaman que se examine a fondo el bullado problema de los abusos sexuales por parte de sacerdotes, sino que también critican algunos aspectos de organización o doctrina de su iglesia.

No obstante, las voces de reacción maniquea que rechazan en bloque todo lo que sea un asomo de cuestionamiento hacia lo que consideran como propio, son todavía más ruidosas. Y es que una las cosas más difíciles de alcanzar es ser leal y crítico al mismo tiempo. Pero es también una de las más necesarias.

martes, 30 de marzo de 2010

PATEAR PARA ARRIBA


Hace tiempo atrás llegué a la conclusión de que las personas más respetables son las que, de cara a los poderosos, mantienen una actitud independiente, crítica y, de ser necesario, altiva, a la vez que son capaces de actuar solidariamente y con empatía hacia los más desprotegidos; a la inversa, quienes merecen mayor repudio son los que se manifiestan obsecuentes con los fuertes y se conducen como tiranuelos con aquellos sobre quienes ejercen algún control.

Convencido de la verdad de esta máxima, la he venido divulgando cada vez que se me presenta la ocasión (cuidando de no repetirme ante el mismo auditorio, ejercicio que con el paso de los años se torna bastante arduo e incierto). La última vez que expresé esta idea, la reacción de una amiga presente en la reunión me dejó pasmado, pues dijo lo mismo que yo quise decir, pero de modo mucho más simple y contundente: “¡Por supuesto!”, exclamó; “se debe patear para arriba, jamás para abajo”.

Hay, desde luego, quienes patean en ambos sentidos y quienes no patean nunca. Los primeros son iracundos desenfrenados y los segundos, pusilánimes. Lo que interesa, sin embargo, es el contraste moral entre los que se inclinan en una u otra dirección.

El tipo humano del pateador para arriba coincide en buena medida con el ideal del ciudadano activo. Tal como se espera que se comporten los que han sido iniciados en las artes marciales, los buenos ciudadanos no deben andar buscando oportunidades para dar coces, sino reservarlas para cuando las circunstancias lo exigen. Lo esencial, sí, es que obren persuadidos de la necesidad del orden (democrático) aunque conscientes de que tal orden se sustenta sobre el principio de la soberanía popular. Por tanto, las autoridades son meras delegatarias de la voluntad del pueblo. Como tales, merecen acatamiento y respeto, en la medida en que cumplan debidamente su función, pero están sujetas a fiscalización, censura, e incluso, como último recurso, a su remoción por parte de la ciudadanía.

A su vez, la figura del pateador hacia abajo se encarna en personas comunes y corrientes que son objetos y sujetos, víctimas y victimarios, de relaciones de “pequeño poder”.

El lugar de trabajo y el hogar son los escenarios más consabidos de diversas formas de abuso de este “pequeño poder”, desde la simple desconsideración, hasta los extremos del vejamen y la crueldad. Sin embargo, también en otros ámbitos, como la sala de clases, incluyendo las aulas universitarias, las patadas hacia abajo están lejos de ser una práctica en vías de extinción. Por supuesto que la labor educativa requiere de disciplina y se sabe que los alumnos tienden a poner a prueba los límites que ésta impone, pero la forma como está estructurada la enseñanza otorga una relativa impunidad a las posibles iniquidades del docente porque, tal como sucede en ámbito del trabajo o del hogar, el hechor se encuentra generalmente a resguardo de escrutinio externo y está en posición de negar favores o causar perjuicios a aquellos que le están sometidos.

A menudo, quienes sienten el impulso de cometer abusos dentro de sus propias esferas de autoridad, sufren o han sufrido, a su vez, la prepotencia de otros. Esta observación de sentido común no justifica, por cierto, las arbitrariedades, pero sí hace patente la necesidad de insistir en que en toda la cadena del ejercicio del poder, grande o pequeño, hay que hacerse respetar respetando.

martes, 23 de marzo de 2010

¿QUÉ TIENEN QUE VER LA ETICA Y LA POLITICA?


En 1919, Max Weber se planteó la pregunta que sirve de título a esta columna, en una conferencia que dictó para los estudiantes de la Universidad de Munich sobre “La Política como Vocación”.

Frente a esa interrogante, el gran pensador alemán nos dice que es común que se den respuestas extremas y opuestas. Por una parte, se suele afirmar que la política no tiene nada que ver con la ética. Esta es una posición simplona pero bastante difundida, que se escucha a menudo en conversaciones de sobremesa, del tipo de “los políticos son todos sinvergüenzas”.

En otro extremo, se sostiene que unas mismas normas morales debieran aplicarse a todos los ámbitos del quehacer, incluso el de la política. Esto es un error. Aclaremos: a un nivel de máxima generalidad, se podría decir que hay uno o dos principios morales que deberían ser válidos para toda actividad humana. Sin embargo, cuando se trata de normas más precisas, éstas varían, dependiendo del ámbito o campo de que se trate. Ello no implica abogar por reglas éticas más diluidas para ciertos casos, sino postular aquéllas que corresponden mejor a cada situación.

Por ejemplo, en el ámbito de la familia predominan los mandatos morales del altruismo, de dar a cada cual según su necesidad (los niños, los enfermos y los ancianos reciben más atención y recursos). Pero lo mismo no es aplicable a los tratos comerciales, los cuales están marcados por el afán recíproco de obtener lo más favorable a los propios intereses y se hallan sujetos a reglas éticas apropiadas a ese tipo de relación, como la que manda actuar de buena fe. También son muy distintas las normas sobre guerra justa o sobre cómo conducir las hostilidades, porque tratan nada menos de cuándo está justificado recurrir a la fuerza bélica o bajo qué condiciones es lícito matar al adversario.

Es necesario, entonces, discernir qué caracteriza específicamente al ámbito de la política democrática. Weber identifica algunos rasgos esenciales. Uno de ellos, que nos interesa destacar ahora, es que para llegar al poder y ejercerlo, el político requiere de un aparato partidario y del apoyo de los electores. Todos ellos son seres humanos, no ángeles ni demonios. Por lo mismo, se mueven por razones de bien común pero, más frecuentemente, por interés propio. Un buen líder puede, en momentos dados y por cierto tiempo, movilizar lo mejor de lo que la gente es capaz, pero no indefinidamente.

Por ello, el secreto de la ética política no consiste en esperar ingenuamente que la condición humana se eleve por encima de sus propios límites, sino en capitalizar los momentos de lucidez o de vergüenza cívica para erigir protecciones contra nosotros mismos; es decir, para aplicar ejemplarmente las leyes existentes y para crear nuevas y mejores instituciones y controles. Después vendrán, inevitablemente, nuevos intentos por eludir las normas de ética política y también, como respuesta, renovados esfuerzos por hacerlas cumplir.

En eso radica el juego de la política democrática: en el progreso gradual y a tirones. Todo lo cual es muy humano y, por ello, muy imperfecto. Sin embargo, es lo mejor que podemos hacer, considerando que las otras alternativas de la vida real no consisten en una súbita transmutación de las personas a la condición de serafines, sino en actitudes de cínica desidia, en hacer gárgaras de retórica altisonante o en ensayar formas inaceptables de ingeniería social.

domingo, 21 de marzo de 2010

RECONSTRUIR MEJOR


Dándole ánimos a un joven amigo desalentado, Séneca le escribía, hace ya dos mil años: “sembramos nuevamente luego de una mala cosecha; volvemos a echarnos a la mar después de un naufragio…”. Hoy en día, en Chile abundan las reflexiones parecidas. Se suele recordar a Sísifo, el personaje mitológico condenado a empujar constantemente una enorme roca montaña arriba, la que siempre volvía a rodar cuesta abajo, cuando estaba a punto de alcanzar la cumbre.

Entre tantas respuestas que ha provocado el reciente terremoto, detengámonos en una que resume las interrogantes que esta tragedia nos plantea sobre las reiteraciones de la historia y sobre la posibilidad de un aprendizaje verdadero: “¡Reconstruir mejor!”. En la contienda política pequeña, esta frase puede interpretarse como “lo haremos mejor que el gobierno anterior”. En cambio, su verdadero sentido, hayan o no querido imprimírselo quienes la pronunciaron, debiera ser: ¿Cuánto y cómo podemos aprender de las grandes desgracias?

Comencemos por notar cuán insignificantes nos parecieron, luego del sismo, las pequeñas grietas en los muros y la vajilla quebrada. Antes le hubiésemos dado mucha importancia. En cambio, después del 27 de febrero, cuando hemos preguntado a parientes y amigos sobre cómo los afectó el sismo, la respuesta más repetida ha sido: “No me pasó nada, comparado con lo que ha sufrido tanta gente”. ¿Es que siempre se requiere de un desastre para tomar distancia y distinguir lo importante de lo superfluo?

Para intentar responder, regresemos a Séneca: en su época, la Roma Imperial había alcanzado un bienestar material sin par. De mano del progreso llegaron los excesos más inauditos. Los ricos competían por quién exhibía el carruaje más grotescamente lujoso, al tiempo que pagaban verdaderas fortunas por algún manjar exótico para hacer ostentación en sus desenfrenados banquetes. Ante tales excesos, Séneca evoca con añoranza las costumbres austeras de los ciudadanos de antaño, cuando el poderío romano aún se estaba edificando. Por su parte, en sus magistrales observaciones sobre su visita a los Estados Unidos, más de 50 años después de la gesta de independencia de ese país, Alexis de Tocqueville anota que el progreso material ha traído aparejado un ablandamiento del espíritu de los tiempos fundacionales.

“En el dolor nos hacemos; en el placer nos gastamos”, decía un pensador español. No se trata, por supuesto, de promover una ética de la mortificación. El punto consiste en comprobar que en la marcha de la sociedad enfrentamos una desoladora paradoja: luchamos con denuedo con miras a lo que pensamos será un futuro mejor; luego, cuando llega el progreso material, viene acompañado de la exaltación de lo banal y de la degradación de los espíritus.

¿Quiere decir todo esto que nos movemos circularmente y sin sentido, como el buey que empuja la rueda de molino? No lo creo. Pienso que el movimiento de la historia se grafica mejor con la figura de una espiral tridimensional, pero de un ángulo muy cerrado. A cada giro de esta espiral hay un leve ascenso, aunque con frecuencia es imperceptible para la inmensidad de nuestra desolación y de nuestros anhelos. Y también – algo de lo cual no da cuenta la imagen de la espiral - hay retrocesos ocasionales. El desafío, entonces, es tratar de aprender lo más posible de cada vuelta de la historia, para que en cada ocasión la reconstrucción material y moral pueda ser algo más elevada, un poco mejor…