sábado, 14 de abril de 2012

HITCHENS Y HAVEL: EL TABANO Y EL PEPE GRILLO


Con breves días de diferencia han fallecido dos de las más potentes voces públicas de nuestro tiempo: Christopher Hitchens, el escritor y periodista británico que se erigió como el tábano mayor de la intelectualidad de hoy, y Vaclav Havel, el dramaturgo checo, gentil y justo, pero perseverante hasta el sacrificio, que lideró la “revolución de terciopelo” y llegó a ser presidente de su país.

A fines del siglo XX , el nombre de Havel se pronunciaba con un respeto político y moral reservado para figuras de la estatura de Mahatma Ghandi, Martin Luther King o Nelson Mandela. Como todos los nombrados, Havel fue un gran profeta; no, por cierto, en el sentido corriente de quien vaticina el futuro, sino en la connotación bíblica de quien, a riesgo personal, persiste en denunciar las iniquidades del poder, sin intereses ulteriores, guiado sólo por un imperativo ético de justicia. Como uno de ellos – Mandela - Havel fue un profeta al que las circunstancias impusieron más tarde el papel de rey (para seguir con la imagen bíblica). Esto es, le tocó, tal como al líder sudafricano, gobernar a su pueblo en los azarosos tiempos de transición de la oscuridad a la democracia. Ambos – Mandela y Havel – comprendieron bien que en ese nuevo papel sus decisiones afectarían no sólo a ellos mismos y a su entorno más íntimo, como cuando levantaban su clamor en los largos años de resistencia contra la dictadura, sino a toda la nación sobre la que presidían. Y ambos hicieron gala de lo que Max Weber llamaba “la ética de la responsabilidad”; esto es, sin dejar de ser guiados por un claro norte moral, tenían siempre en cuenta las consecuencias previsibles de sus decisiones, mirando al largo plazo. Ambos fueron también desprendidos, sin apego indebido al poder, dejando un ejemplo señero para sus sucesores. De Havel y Mandela, así como de Ghandi y King, se puede decir que fueron una voz de conciencia moral, una especie de Pepe Grillo de sus pueblos y de la humanidad.

Christopher Hitchens, en cambio, encarnó la figura del tábano que con su aguijón mantiene despierta a la comunidad, denunciando tropelías y falsedades, sin detenerse a pensar en consecuencias.

Poseía una amplia cultura y una inteligencia aguda y rápida como pocos. Era temerario hasta hacer sospechar a muchos que padecía de una suerte de adicción al enfrentamiento. Fue siempre arrogante en su corrosivo desprecio por la superstición y la superchería. Fue también ateo vehemente, izquierdista de largos años, más tarde acusado de derechización por su apoyo a la invasión de Irak, y crítico virulento de figuras tan contrastantes como Henry Kissinger y la Madre Teresa de Calcuta.

En su “Juicio a Kissinger” sostiene que el ex estadista estadounidense debería ser juzgado por crímenes contra la humanidad, incluyendo su apoyo al grupo que asesinó en Chile al General Schneider, en 1973. Su obra “Dios No es Bueno” (dudosa traducción de “God is not Great”) es uno de los más apasionados de los muchos textos antirreligiosos que se han publicado en los últimos años (si excluímos el desbordado libro “La Puta de Babilonia”, del colombiano Fernando Vallejo). Uno no necesita estar de acuerdo en todo con Hitchens para dejarse interpelar por su escepticismo y su elocuente iconoclastia. En mi pasaje favorito de sus escritos, él narra un debate sobre religión que sostuvo con un teólogo católico. Su contrincante le preguntó en un momento si no se sentiría más seguro caminando de noche por las calles, si supiera que un grupo numeroso de personas que viene en dirección suya acaba de salir de una sesión de oración. Hitchens respondió: “para quedarme sólo con la inicial “B”, sucede que yo he estado en Belfast, Belgrado, Beirut, Bagdad y Bombay; en todas estas ciudades me moriría de miedo al saber que en medio de la noche me encontraría con un grupo que viene de una sesión de oración”.

Adiós, pues, a un gran tábano; menos sensato, quizás, que George Orwell o de una lógica no tan rigurosa como la de Bertrand Russell, pero un feroz discípulo de una misma británica tradición.

EL CASO DE LOS EXONERADOS


La Comisión Rettig certificó a más de 3.000 víctimas fatales de violaciones de los derechos humanos. Luego de 20 años, se supo de seis calificaciones equivocadas, esto es, un 0,02%, porcentaje bastante inferior a la tasa de error judicial. La Comisión Valech concluyó, inicialmente, que cerca de 29.000 personas habían sufrido prisión política durante la dictadura militar. Su trabajo también fue riguroso: Una vez reabierta, se presentaron más de 30.000 nuevas peticiones, pero sólo se aceptaron 9.800 de ellas. En cambio, las reparaciones a los exonerados políticos (personas despedidas de cargos públicos por razones políticas) se han desbordado. De los más de 150.000 casos aceptados, muchos miles están mal calificados.

¿A qué se debe esto? Primero, a una circunstancia muy humana: Hay quienes son víctimas de una violación de sus derechos fundamentales; hay quienes creen de buena fe, pero equivocadamente, que calzan en la descripción legal de cierta categoría de víctimas; hay quienes sienten que han sufrido otras injusticias y consideran correcto obtener alguna reparación, aunque sea por un motivo distinto; por último, hay quienes directamente se aprovechan de los vacíos de la ley para tratar de conseguir un beneficio. En el primer grupo, el de las víctimas genuinas, no faltan las personas renuentes a buscar compensaciones legales. En el último grupo abunda la falsedad y sobran los gestores que ofrecen “tramitar una reparación”.

La segunda razón por la que ha habido desorden y abuso en el caso de los exonerados, es la falta de rigor en los procedimientos para calificar los casos, a diferencia de lo sucedido con los desaparecidos, ejecutados, presos y torturados.

Una tercera causa es el cálculo político. Cuando son decenas de miles los potenciales interesados en que el proceso de calificación de exonerados se extienda una y otra vez, y en que los resguardos legales sean escasos, en cada circunscripción electoral habrá muchos votos en juego. Se crea así un incentivo torcido dentro del mundo político, sea para apoyar el sistema cuestionable o para cuidarse de no denunciarlo.

Agreguemos que en Chile las tradiciones de periodismo investigativo han sido más bien escuálidas (situación que tiende a cambiar un tanto) y tendremos una situación que permite que se cometa una gruesa irregularidad y que ésta permanezca escondida por largos años.

A medida que la Guerra Fría iba llegando a su fin y se dejaban atrás dictaduras de distinto signo, se instaló en todo el mundo la noción de que es preciso enfrentar el pasado de violaciones de los derechos humanos como un deber moral y como parte ineludible de la construcción de un sistema democrático justo y sustentable. Dentro de ese cuadro, un componente de elemental justicia, es la reparación a las víctimas de tales violaciones o a sus familiares. Chile y Argentina, por distintos caminos, se hallan entre los países que más han avanzado en este sentido, aunque con algunos bemoles. Revelar distorsiones en ese proceso, lejos de debilitar tal propósito, lo fortalece, porque preserva su legitimidad para quienes de verdad merecen las reparaciones.