lunes, 12 de septiembre de 2011

LA ETICA DE LAS TOMAS UNIVERSITARIAS


Me han dicho que no hay que enganchar con los comentarios críticos de los lectores de blogs. Creo, sin embargo, en el intercambio razonado de opiniones, aunque estoy consciente que sólo una escasa minoría lo practica.

En todo caso, escribo ahora pues se me ha tachado de inconsecuente porque yo, siendo "jurista" (calificativo empleado por mis críticos) y habiendo sido co-director del Centro de DD.HH. haya apoyado una "medida de fuerza" como la toma de los Estudiantes de Derecho de la Escuela de Derecho de la U. de Chile, en 2009.

Estrictamente, escribí en el anterior blog que "apoyé las demandas" de los alumnos en toma, pero no formulo esta precisión para rectificar mis propios dichos. De hecho, pienso que sí hay fundamentos para sostener la legitimidad ética de dicha toma, aunque haya también bases para discrepar.

Primero, los hechos: La toma de los alumnos de derecho buscaba cambios de fondo en la conducción de la Facultad y veía cerradas las avenidas institucionales. El movimiento fue disciplinado, reflexivo y pacífico. Sin negar que el mismo hecho de la toma es una medida extrema, por mucho que una tradición la haya establecido como una forma límite de presión universitaria, no creo baste con llamarla "medida de fuerza", como si ese calificativo fuese una carta comodín que acaba con la discusión.

No obstante, aunque dicha toma pudiera calificarse como acto de fuerza, pienso que hay cinco criterios éticos para, mirados conjuntamente, decidir si una medida extrema es o no legítima. Por "medida extrema" entiendo, desde luego, el empleo de la fuerza (sea bélica, policial o entre particulares), pero también calzan dentro de esta noción medidas excepcionales como represalias comerciales, restricciones impuestas en razón de una emergencia o el castigo penal, entre otras.

Los cinco criterios éticos son los siguientes:

(a) Que una autoridad legítima disponga la medida extrema. Si tal autoridad no existe, no funciona o se cierra sin razones a justas demandas, toca a la comunidad respectiva decidir.

(b) Que haya una causa justa y de gran importancia.

(c) Que exista una intención recta, esto es, que la medida extrema se adopte para tratar enfrentar un problema grave, no para fines espurios e inconfesados.

(d) Que la medida sea un último recurso, porque ya se agotaron otras alternativas o éstas no se hallaban disponibles.

(e) Que la medida extrema sea "proporcional", es decir, que los daños que previsiblemente se puedan causar al aplicarla no sean mayores que los males que se procura remediar.

Pienso que la toma de la Escuela de Derecho de 2009 cumplía con estos requisitos, salvo el cuarto, del "último recurso", que es debatible. Opino también que dicho movimiento habría anticipado un malestar estudiantil que este año se desplegó multitudinariamente. Y estoy convencido que las autoridades universitarias o políticas difícilmente se deciden a enfrentar problemas complejos y de larga y costosa solución si no suenan a rebato las campanas de la urgencia.

jueves, 16 de junio de 2011

EL ACUERDO DE VIDA EN COMUN


Es sabido que todo progreso social siempre supone un cambio mayor que, como tal, tiende a ser fuertemente resistido por distintos sectores. Eventualmente, el nuevo criterio termina por imponerse, aunque sea a despecho de muchos. Más tarde, quienes se oponían a lo nuevo comienzan a tolerarlo. Luego lo aceptan. Mucho después, virtualmente a todos les parecería inconcebible que se regresara al pasado.

Los ejemplos abundan, desde la abolición de la esclavitud y la ilegalización de la tortura, pasando por normas mínimas de protección laboral y la aprobación del voto femenino hasta llegar a temas como el reconocimiento de distintas identidades u orientaciones sexuales. Todos estos avances fueron intensamente resistidos en su tiempo.

Es cierto que nunca faltan los trasnochados que siempre quisieran volver a un pasado remoto, pero en el gran esquema de la sociedad no pasan de ser una excentricidad anacrónica.

El punto crítico se halla en el debate público previo a la aprobación de una reforma de envergadura sobre cuestiones de ética social. Tales proyectos suscitan en algunos sectores profundas aprensiones. Ello se explica porque si bien todo progreso supone un cambio, no todo cambio termina siendo un progreso y los más conservadores (que no son pocos) instintivamente presumen que ese será el caso de cualquier innovación que esté en el tapete.

Con todo lo anterior en mente, pensemos en el actual debate sobre los derechos y compromisos mutuos de parejas estables del mismo sexo.

Tres son las principales posiciones que se perfilan en esta materia y ellas agrupan partidarios y adversarios más allá de alineaciones o alianzas políticas: (i) confinar las regulaciones legales a aspectos económicos; (ii) regular un Acuerdo de Vida en Común (AVC) de alcance más integral y con cierto carácter de status civil, sobre lo cual la principal propuesta que está siendo considerada es una que formulara Andrés Allamand; y (iii) permitir el matrimonio entre personas del mismo sexo. La diferencia entre las dos últimas alternativas estriba fundamentalmente en el simbolismo de la institución matrimonial, que los homosexuales y quienes apoyan sus demandas reivindican como una opción a la cual tienen derecho a acceder, mientras otros reclaman que se preserve su carácter de una unión entre un hombre y una mujer.

Opino que alguna forma de AVC es el mínimo aceptable y que terminará por imponerse. Si más adelante se llegará a caracterizarlo o no como matrimonio, no me parece posible vaticinarlo; puede ser que el poderoso simbolismo cultural de la institución matrimonial merme en el futuro o puede ser que se reafirme.

La principal razón por la cual pienso que al menos una modalidad de AVC será aceptado, más tarde o más temprano, es que todos los grandes cambios en materia de ética social en los últimos dos siglos han consistido en intentar superar formas de exclusión, discriminación o explotación en contra de determinados colectivos a cuyos individuos se había negado, tradicionalmente, la condición de personas, de ciudadanos o la igualdad básica en el goce de derechos fundamentales. Ninguno de esos cambios se produjo por una gentil concesión de parte de quienes detentan el poder, sino que fueron el fruto de arduas conquistas. Lo propio sucederá con algo parecido al AVC y, quizás, más tarde, con el matrimonio gay.

lunes, 7 de febrero de 2011

WIKILEAKS: ¿CUANDO SON LEGITIMAS LAS FILTRACIONES?


Muchos hemos fantaseado alguna vez con ser una persona invisible o una mosca en la pared en una oficina de deliberaciones secretas. Por ello, la divulgación de un cuarto de millón de cables diplomáticos de los Estados Unidos por Wikileaks fue irresistible. La prensa se abalanzó sobre el botín; el público lector se engolosinó; los gobiernos se alarmaron… Ante esto, ¿qué criterios habría que tener en cuenta para evaluar la conveniencia o licitud de las filtraciones?

En primer lugar hay una tendencia mundial hacia una mayor transparencia de la información pública. En Chile se dictó una Ley de Transparencia, en 2008, y se estableció un Consejo para la Transparencia, órgano estatal autónomo que ha funcionado bastante bien.

La idea de fondo es inobjetable: Si la soberanía reside en el pueblo y las autoridades están a su servicio, todos tenemos derecho a conocer la información pública. Sin embargo, el primer punto a decidir es, ¿qué debe ser considerado información pública?

La respuesta sería la siguiente: (a) los actos y resoluciones de las autoridades; (b) sus fundamentos y los documentos que les sirvan de base; (c) los procedimientos que se utilizan para tomar tales resoluciones; (d) la información elaborada con fondos públicos; (e) toda otra información en poder público, salvo excepciones calificadas.

No constituyen, en cambio, información pública, las deliberaciones de las autoridades de gobierno previas a tomar una decisión. Tales decisiones deben fundamentarse, por supuesto, pero las discusiones internas antes de adoptarse una medida o de sustentarla debidamente, no deberían estar abiertas al público porque de lo contrario se inhibiría el necesario proceso de debate y análisis.

Esto se aplica también al Poder Judicial: los fallos son públicos y deberían estar fundamentados. Sin embargo las discusiones internas de los miembros de una Corte, por ejemplo, para llegar a tal fallo y para sustentarlo, no podrían hacerse públicas sin afectar seriamente su trabajo.

En el Congreso, la situación es distinta. Las deliberaciones en sala y las audiencias de comisiones deberían, por lo general, ser públicas. Hay excepciones, pero son menos que las que se permiten al Gobierno o al Poder Judicial, porque existe un interés legítimo en conocer el proceso de debate político de los representantes elegidos por la ciudadanía.

Con respecto a las filtraciones, es necesario distinguir entre quién la hace y la prensa que la divulga. Esta última está cubierta, por lo general, por el principio de protección de las fuentes de información. Los que hacen la filtración pueden ser funcionarios públicos o personas privadas que sustrajeron la información por vía computacional o por otro medio.

A los funcionarios públicos se les permite revelaciones de hechos ocultos y se les debe proteger de sus consecuencias en ciertos casos: si denuncian fundadamente un crimen o delito (por ejemplo, un acto de corrupción o una violación de derechos humanos) por los canales regulares, a menos que éstos no funcionen debidamente. En Chile hay una Ley, desde 2007, que protege a tales denunciantes.

El caso de Wikileaks es diferente. Se trata de agentes privados que han obtenido información estatal, presumiblemente con la colaboración de funcionarios públicos y la han divulgado. Por lo que se sabe, la mayor parte de estos datos no calza con el criterio de qué debe ser considerado información pública para los efectos del principio de transparencia, ni tampoco se revelan delitos. La motivación no está clara, pero el modus operandi es sensacionalista.

Por mucho que la idea de fisgonear en la trastienda del poder sea atractiva para el gran público, esta práctica tiene humo de ilegalidad y puede socavar el mismo principio de transparencia, al generar un recelo en las autoridades gubernamentales (justificado o no) a toda medida de mayor apertura. En este sentido, el efecto sería parecido al que ocurrió con las solicitudes masivas de refugio político que ocurrieron años atrás, en algunos países del Hemisferio Norte, por parte de personas que no eran perseguidas. El resultado fue una mayor dificultad para obtener el status de refugiado por parte de quiénes sí lo necesitaban.

En suma, se trata de un ejemplo más de un buen principio (la transparencia) que se desvirtúa si se lo lleva al extremo.