domingo, 5 de septiembre de 2010

LA OTRA PUERTA GIRATORIA


La ética pública ha avanzado siempre tironeada por la realidad y, por tanto, en épocas de rápidos cambios, como la que vivimos, evoluciona más velozmente. Basta pensar que veinte años atrás no existía, ni de lejos, una demanda pública por la transparencia de los actos de las autoridades.

A menudo pasan muchos años desde que se acepta socialmente un nuevo principio de ética pública hasta que éste se plasma en una ley. Por ello, las exigencias sociales sobre la conducta de las autoridades se basan, a veces, en imperativos morales que aún no son regulados por la ley. Ello no significa que carezcan de fuerza ética; de hecho, los gobernantes ya saben que no basta alegar que no han violado la ley, cuando infringen algún principio de moral pública.

En Chile son varios los principios éticos que en años recientes han llegado a ser generalmente aceptados y que, sin embargo, no están regulados por la ley o lo están insuficientemente. Por ejemplo la ilegitimidad de los gastos reservados excesivos; del favoritismo en sus distintas variantes (nepotismo, amiguismo, clientelismo…); de distintos conflictos de intereses; y de la llamada puerta giratoria. En esta columna nos referimos a esta última práctica.

La prensa le ha dado el nombre de puerta giratoria a la situación de las personas que entran y salen de la cárcel, repetidamente. Analizaremos otra variante de “puerta giratoria” que se conoce desde antes.

La expresión viene de un escándalo que ocurrió en los Estados Unidos. A comienzos de los años 80 un informe del Congreso de ese país reveló que ejecutivos del departamento de adquisiciones del Pentágono se acogían a media jubilación a los cuarenta y tantos años e inmediatamente eran contratados por las mismas empresas de armamento con las habían tratado cuando estaban al servicio del Estado. Se supo también que en las facturas que dichas empresas presentaban al Pentágono, los precios estaban increíblemente inflados. Conclusión: esos funcionarios tenían el incentivo perverso de no morder la mano que los alimentaría mañana. Lo mismo ha ocurrido en diversos países en los sectores bancario, eléctrico y de telecomunicaciones, entre otros.

La solución es compleja. Con sólo prohibir que un funcionario ejerza en el mundo privado dentro del campo de su especialidad, luego de dejar su cargo público, no se resuelve el problema. Al Estado le conviene atraer buenos profesionales, los cuales dudarían sumarse al gobierno si luego quedan impedidos de ganarse la vida en lo que saben; también hay que respetar el principio de libertad de trabajo. Para conciliar estos intereses contrapuestos, algunos países han establecido una prohibición por un tiempo determinado para evitar que ex altos funcionarios trabajen en empresas privadas del mismo sector con el cual se relacionaban cuando eran agentes del Estado. Incluso, en algunos países se mantiene la remuneración total o parcial del ex funcionario mientras dure esta prohibición.

En Chile todavía no hay cabal conciencia de este problema ni cobertura adecuada de prensa. Por tanto, es oportuna la entrevista en la sección Reportajes del Domingo, de este diario, al connotado economista chileno y profesor de la U. de Yale, Eduardo Engel. Este académico hace notar que en el actual gobierno, la Subsecretaria de Obras Públicas representaba antes, como abogada, a agrupación de empresas concesionarias. Se da aquí un caso potencial de doble vuelta de la puerta giratoria. Primero, la profesional llega al gobierno al mismo puesto donde antes tenía su principal “contraparte”. Luego, en 2014 o antes incluso, es posible que regrese a trabajar en el mundo privado, defendiendo a las concesionarias, pero ahora provista de un acabado conocimiento interno de cómo actúa respecto de ellas el Estado. ¡Como para encender una fuerte luz amarilla!

DERECHOS DE NIÑOS Y ADOLESCENTES


Dentro de dos semanas se cumplirán 20 años de vigencia de la Convención sobre los Derechos del Niño, de Naciones Unidas.

Como se sabe, desde la segunda mitad del siglo pasado nos hallamos en una época de consagración internacional de derechos. Primero fue la proclamación de derechos humanos para toda persona. Más tarde, se establecieron derechos de ciertos colectivos a los que se debe protección o reconocimiento especiales. Muchos de estos últimos esfuerzos han sido lentos y dificultosos. Más aún, una vez obtenido el reconocimiento, por medio de convenciones o tratados, de los derechos de determinados colectivos, numerosos Estados se mantienen al margen del acuerdo o los aplican a su manera. Así ha sucedido con los derechos de la mujer, de poblaciones indígenas, de los trabajadores migrantes y, más recientemente, de los discapacitados. En lo que toca a los derechos de minorías sexuales, los avances se han logrado, gradualmente, mediante una interpretación amplia de la norma de no discriminación por sexo. En cuanto a las personas de la tercera edad, no hay todavía tratados (esto es, acuerdos obligatorios) de Naciones Unidas, sino sólo recomendaciones.

Con respecto a los niños (para la Convención, los menores de 18 años), la situación pareciera ser distinta. En todas las culturas se considera que la niñez tiene una vulnerabilidad transitoria, propia de su inacabado desarrollo. También se ve a los niños como objeto universal de afecto o como el germen de la humanidad futura y, en razón de ello, merecedores de especiales cuidados. Por lo mismo, hay una mayor disposición compartida a brindarles atención. De hecho, la Declaración de los Derechos del Niño de Naciones Unidas, que precedió a la Convención, fue una de las primeras de esta época de internacionalización de los derechos: data de 1959.

Sin embargo, la Convención que entró en vigencia en 1990, terminó por consagrar un cambio de mentalidad sobre los derechos del niño que un experto de UNICEF considera un giro “copernicano”.

Con anterioridad a dicho cambio de paradigma, todavía acarreaba peso la doctrina de la “situación irregular”. Es lo que me enseñaron en la Escuela de Derecho, largo tiempo atrás. Conforme a esta visión, los niños y adolescentes deben ser objeto de protección a partir de una definición negativa, basada en lo que no saben o no tienen, o en aquello de lo que no son capaces (por ejemplo, el niño desvalido, sin escolaridad adecuada, entregado a la vagancia o la explotación). A partir de la Convención, cuyo vigésimo aniversario pronto conmemoraremos, se impone la visión legal de que los niños y adolescentes tienen la calidad de portadores de derechos, como personas que son. Este reconocimiento ético de su dignidad y autonomía (sin perjuicio de las naturales limitaciones de esta última) es el fundamento de varias normas y principios, entre ellos: que no deben ser sujetos a discriminación, que tienen derecho a participación - dentro de los parámetros de su edad - y que se les debe protección integral, teniendo como norte su interés superior.

Como todo gran cambio de visión, esta nueva (o ya no tan nueva) concepción todavía debe difundirse, asimilarse y consolidarse. Sin embargo, lo más importante es verter dicha visión, progresivamente, en programas y políticas públicas dirigidas al desarrollo y protección plena de la infancia y adolescencia, sobre todo en materia de educación. Estas tareas recaen en el Estado, las familias y la sociedad civil. Desde el plano internacional, el apoyo puede venir de UNICEF, el organismo de Naciones Unidas especializado en la niñez, el cual ha contribuido significativamente a estos avances, incluido el impulso a la Convención sobre los Derechos del Niño. Entonces, más que una fecha para celebrar, el aniversario de la Convención debería ser motivo de renovada determinación de avanzar de verdad en el cumplimiento de los más esenciales de nuestros deberes como sociedad: los que tenemos para con las nuevas generaciones.

JUSTICIA Y CLEMENCIA: EL DEBATE QUE NO FUE


El Domingo pasado publiqué el artículo “Diez Puntos Sobre Indulto y DD.HH.”. Pese a su título, no trataba específicamente sobre “indultos”, aunque ésa es la palabra con que últimamente se identifica (incorrectamente) el tema en cuestión. Lo que sí intentaba aclarar es las condiciones y límites del perdón o clemencia.

Mi planteamiento central es que Chile se debe a sí mismo “una discusión ética y legalmente fundamentada sobre este tema”. El debate se ha reducido a simplificaciones y encasillamientos. Y, luego del domingo pasado, no ha habido mayor discusión pues todos entendieron que con el anuncio del Presidente Piñera, comunicado ese mismo día, se cerraban las posibilidades, al menos por ahora.

Como ejemplo de la simplificación a que me refiero, en El Mercurio de hoy, una periodista pregunta al Ministro de Justicia si el gobierno no es “más papista que el Papa” al haber negado la posibilidad de indulto, cuando personas como quien escribe habían señalado que la ética exige, en estos casos, conciliar “una justicia seria con un grado de clemencia por motivos bien fundados”.

De lo que yo había escrito, las palabras “seria”, “un grado de” y “bien fundados” dejaban de tener relevancia. Lo que interesaba es el sustantivo “clemencia” que se interpretaba, implícitamente, como sinónimo de indultos. De este modo, se encasillan las opiniones en el esquema de blanco o negro. El Ministro aclaró en la misma entrevista, adecuadamente, que “es sano entender que cuando hablamos de DD.HH … estamos haciéndonos cargo de un tema que nos pertenece a todos”.

No deja de ser frustrante que, en lo que hoy pasa por debate de temas de fondo en nuestro país, si uno sostiene “uno, dos tres”, no se responda “cuatro, cinco, seis”, sino algo por el estilo de “triángulo, jueves, amarillo”. Insistamos, sin embargo, en tratar de aclarar los puntos más pertinentes:

1. Una justicia seria supone que los procesos son justos y las eventuales condenas son proporcionales a la gravedad del crimen. En suma, que no sea una fachada tras la cual se esconde la impunidad. Dicho ello, la posibilidad de clemencia no está excluida.

2. Aunque toda violación de DD.HH. es condenable, no toda es un crimen contra la humanidad. Esta caracterización se aplica a ilícitos particularmente graves que se han cometido como parte de un ataque masivo o sistemático contra sectores de la población y a sabiendas de ese ataque. Respecto de ellos, la seriedad de la justicia debe ser más enfática: el paso del tiempo no extingue la responsabilidad de los hechotes, es decir, son delitos “imprescriptibles”: no caben medidas que impidan un proceso y eventual castigo; los motivos para una posible clemencia (que no es, necesariamente, sinónimo de indulto) deben ser aún más fundados que en el caso de crímenes menos graves.

3. En situaciones de polarización política como la que vivió nuestro país, hay más probabilidades de que aflore lo peor del ser humano. Por supuesto, ello no legitima los crímenes, pero da pie a que se muestre clemencia a quienes, no habiendo perpetrado crímenes contra la humanidad, colaboren con la verdad y expresen arrepentimiento.

4. Incluso (y este punto es siempre difícil de asimilar) respecto de quienes hayan cometido los peores crímenes, no está cerrada la posibilidad, siempre que sea muy bien fundada, de actos de humanidad. Por ejemplo, hace cerca de 40 años, Amnesty Internacional pidió que Rudolf Hess, el tercero de la jerarquía nazi, quien había quedado como único recluso en la cárcel de Spandau, a una edad muy avanzada, no fuera mantenido en régimen de incomunicado. A quienes objetaron que se trataba de un monstruo se les respondió: “nosotros no lo somos”. Efectivamente, no torturamos a los torturadores ni negamos gestos de justificada humanidad a quienes no tuvieron ninguno con sus víctimas.

5. Es decir, aun en caso de los peores crímenes, si se ha cumplido una parte significativa de la pena y se expresa un genuino arrepentimiento, se justifican medidas como, por ejemplo, que el reo cumpla el resto de la pena en su domicilio, si tiene una edad muy avanzada o una enfermedad grave.

6. Lo anterior se aplica también a condenados por delitos comunes. Además, se hace imperativa de una reforma penitenciaria, dadas las condiciones actuales de las cárceles.

7. La decisión del presidente Piñera no cierra las posibilidades de tales opciones de clemencia, pero no es suficientemente precisa tampoco.

8. Debemos tener claro que no toda clemencia consiste en amnistías ni en indultos, sean éstos particulares o generales. También debemos plantearnos si el indulto presidencial, resabio de tradiciones monárquicas, no debiera transformarse en una facultad entregada, por ejemplo, a una comisión de personas independientes y bien versadas.

Mis esperanzas de que podamos discutir estos temas fundadamente no son muchas, pero tampoco se han desvanecido.