
Hace tiempo atrás llegué a la conclusión de que las personas más respetables son las que, de cara a los poderosos, mantienen una actitud independiente, crítica y, de ser necesario, altiva, a la vez que son capaces de actuar solidariamente y con empatía hacia los más desprotegidos; a la inversa, quienes merecen mayor repudio son los que se manifiestan obsecuentes con los fuertes y se conducen como tiranuelos con aquellos sobre quienes ejercen algún control.
Convencido de la verdad de esta máxima, la he venido divulgando cada vez que se me presenta la ocasión (cuidando de no repetirme ante el mismo auditorio, ejercicio que con el paso de los años se torna bastante arduo e incierto). La última vez que expresé esta idea, la reacción de una amiga presente en la reunión me dejó pasmado, pues dijo lo mismo que yo quise decir, pero de modo mucho más simple y contundente: “¡Por supuesto!”, exclamó; “se debe patear para arriba, jamás para abajo”.
Hay, desde luego, quienes patean en ambos sentidos y quienes no patean nunca. Los primeros son iracundos desenfrenados y los segundos, pusilánimes. Lo que interesa, sin embargo, es el contraste moral entre los que se inclinan en una u otra dirección.
El tipo humano del pateador para arriba coincide en buena medida con el ideal del ciudadano activo. Tal como se espera que se comporten los que han sido iniciados en las artes marciales, los buenos ciudadanos no deben andar buscando oportunidades para dar coces, sino reservarlas para cuando las circunstancias lo exigen. Lo esencial, sí, es que obren persuadidos de la necesidad del orden (democrático) aunque conscientes de que tal orden se sustenta sobre el principio de la soberanía popular. Por tanto, las autoridades son meras delegatarias de la voluntad del pueblo. Como tales, merecen acatamiento y respeto, en la medida en que cumplan debidamente su función, pero están sujetas a fiscalización, censura, e incluso, como último recurso, a su remoción por parte de la ciudadanía.
A su vez, la figura del pateador hacia abajo se encarna en personas comunes y corrientes que son objetos y sujetos, víctimas y victimarios, de relaciones de “pequeño poder”.
El lugar de trabajo y el hogar son los escenarios más consabidos de diversas formas de abuso de este “pequeño poder”, desde la simple desconsideración, hasta los extremos del vejamen y la crueldad. Sin embargo, también en otros ámbitos, como la sala de clases, incluyendo las aulas universitarias, las patadas hacia abajo están lejos de ser una práctica en vías de extinción. Por supuesto que la labor educativa requiere de disciplina y se sabe que los alumnos tienden a poner a prueba los límites que ésta impone, pero la forma como está estructurada la enseñanza otorga una relativa impunidad a las posibles iniquidades del docente porque, tal como sucede en ámbito del trabajo o del hogar, el hechor se encuentra generalmente a resguardo de escrutinio externo y está en posición de negar favores o causar perjuicios a aquellos que le están sometidos.
A menudo, quienes sienten el impulso de cometer abusos dentro de sus propias esferas de autoridad, sufren o han sufrido, a su vez, la prepotencia de otros. Esta observación de sentido común no justifica, por cierto, las arbitrariedades, pero sí hace patente la necesidad de insistir en que en toda la cadena del ejercicio del poder, grande o pequeño, hay que hacerse respetar respetando.
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