
Dentro de dos semanas se cumplirán 20 años de vigencia de la Convención sobre los Derechos del Niño, de Naciones Unidas.
Como se sabe, desde la segunda mitad del siglo pasado nos hallamos en una época de consagración internacional de derechos. Primero fue la proclamación de derechos humanos para toda persona. Más tarde, se establecieron derechos de ciertos colectivos a los que se debe protección o reconocimiento especiales. Muchos de estos últimos esfuerzos han sido lentos y dificultosos. Más aún, una vez obtenido el reconocimiento, por medio de convenciones o tratados, de los derechos de determinados colectivos, numerosos Estados se mantienen al margen del acuerdo o los aplican a su manera. Así ha sucedido con los derechos de la mujer, de poblaciones indígenas, de los trabajadores migrantes y, más recientemente, de los discapacitados. En lo que toca a los derechos de minorías sexuales, los avances se han logrado, gradualmente, mediante una interpretación amplia de la norma de no discriminación por sexo. En cuanto a las personas de la tercera edad, no hay todavía tratados (esto es, acuerdos obligatorios) de Naciones Unidas, sino sólo recomendaciones.
Con respecto a los niños (para la Convención, los menores de 18 años), la situación pareciera ser distinta. En todas las culturas se considera que la niñez tiene una vulnerabilidad transitoria, propia de su inacabado desarrollo. También se ve a los niños como objeto universal de afecto o como el germen de la humanidad futura y, en razón de ello, merecedores de especiales cuidados. Por lo mismo, hay una mayor disposición compartida a brindarles atención. De hecho, la Declaración de los Derechos del Niño de Naciones Unidas, que precedió a la Convención, fue una de las primeras de esta época de internacionalización de los derechos: data de 1959.
Sin embargo, la Convención que entró en vigencia en 1990, terminó por consagrar un cambio de mentalidad sobre los derechos del niño que un experto de UNICEF considera un giro “copernicano”.
Con anterioridad a dicho cambio de paradigma, todavía acarreaba peso la doctrina de la “situación irregular”. Es lo que me enseñaron en la Escuela de Derecho, largo tiempo atrás. Conforme a esta visión, los niños y adolescentes deben ser objeto de protección a partir de una definición negativa, basada en lo que no saben o no tienen, o en aquello de lo que no son capaces (por ejemplo, el niño desvalido, sin escolaridad adecuada, entregado a la vagancia o la explotación). A partir de la Convención, cuyo vigésimo aniversario pronto conmemoraremos, se impone la visión legal de que los niños y adolescentes tienen la calidad de portadores de derechos, como personas que son. Este reconocimiento ético de su dignidad y autonomía (sin perjuicio de las naturales limitaciones de esta última) es el fundamento de varias normas y principios, entre ellos: que no deben ser sujetos a discriminación, que tienen derecho a participación - dentro de los parámetros de su edad - y que se les debe protección integral, teniendo como norte su interés superior.
Como todo gran cambio de visión, esta nueva (o ya no tan nueva) concepción todavía debe difundirse, asimilarse y consolidarse. Sin embargo, lo más importante es verter dicha visión, progresivamente, en programas y políticas públicas dirigidas al desarrollo y protección plena de la infancia y adolescencia, sobre todo en materia de educación. Estas tareas recaen en el Estado, las familias y la sociedad civil. Desde el plano internacional, el apoyo puede venir de UNICEF, el organismo de Naciones Unidas especializado en la niñez, el cual ha contribuido significativamente a estos avances, incluido el impulso a la Convención sobre los Derechos del Niño. Entonces, más que una fecha para celebrar, el aniversario de la Convención debería ser motivo de renovada determinación de avanzar de verdad en el cumplimiento de los más esenciales de nuestros deberes como sociedad: los que tenemos para con las nuevas generaciones.
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