martes, 23 de marzo de 2010

¿QUÉ TIENEN QUE VER LA ETICA Y LA POLITICA?


En 1919, Max Weber se planteó la pregunta que sirve de título a esta columna, en una conferencia que dictó para los estudiantes de la Universidad de Munich sobre “La Política como Vocación”.

Frente a esa interrogante, el gran pensador alemán nos dice que es común que se den respuestas extremas y opuestas. Por una parte, se suele afirmar que la política no tiene nada que ver con la ética. Esta es una posición simplona pero bastante difundida, que se escucha a menudo en conversaciones de sobremesa, del tipo de “los políticos son todos sinvergüenzas”.

En otro extremo, se sostiene que unas mismas normas morales debieran aplicarse a todos los ámbitos del quehacer, incluso el de la política. Esto es un error. Aclaremos: a un nivel de máxima generalidad, se podría decir que hay uno o dos principios morales que deberían ser válidos para toda actividad humana. Sin embargo, cuando se trata de normas más precisas, éstas varían, dependiendo del ámbito o campo de que se trate. Ello no implica abogar por reglas éticas más diluidas para ciertos casos, sino postular aquéllas que corresponden mejor a cada situación.

Por ejemplo, en el ámbito de la familia predominan los mandatos morales del altruismo, de dar a cada cual según su necesidad (los niños, los enfermos y los ancianos reciben más atención y recursos). Pero lo mismo no es aplicable a los tratos comerciales, los cuales están marcados por el afán recíproco de obtener lo más favorable a los propios intereses y se hallan sujetos a reglas éticas apropiadas a ese tipo de relación, como la que manda actuar de buena fe. También son muy distintas las normas sobre guerra justa o sobre cómo conducir las hostilidades, porque tratan nada menos de cuándo está justificado recurrir a la fuerza bélica o bajo qué condiciones es lícito matar al adversario.

Es necesario, entonces, discernir qué caracteriza específicamente al ámbito de la política democrática. Weber identifica algunos rasgos esenciales. Uno de ellos, que nos interesa destacar ahora, es que para llegar al poder y ejercerlo, el político requiere de un aparato partidario y del apoyo de los electores. Todos ellos son seres humanos, no ángeles ni demonios. Por lo mismo, se mueven por razones de bien común pero, más frecuentemente, por interés propio. Un buen líder puede, en momentos dados y por cierto tiempo, movilizar lo mejor de lo que la gente es capaz, pero no indefinidamente.

Por ello, el secreto de la ética política no consiste en esperar ingenuamente que la condición humana se eleve por encima de sus propios límites, sino en capitalizar los momentos de lucidez o de vergüenza cívica para erigir protecciones contra nosotros mismos; es decir, para aplicar ejemplarmente las leyes existentes y para crear nuevas y mejores instituciones y controles. Después vendrán, inevitablemente, nuevos intentos por eludir las normas de ética política y también, como respuesta, renovados esfuerzos por hacerlas cumplir.

En eso radica el juego de la política democrática: en el progreso gradual y a tirones. Todo lo cual es muy humano y, por ello, muy imperfecto. Sin embargo, es lo mejor que podemos hacer, considerando que las otras alternativas de la vida real no consisten en una súbita transmutación de las personas a la condición de serafines, sino en actitudes de cínica desidia, en hacer gárgaras de retórica altisonante o en ensayar formas inaceptables de ingeniería social.

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