
En estos tiempos de demandas sociales (en su mayor parte, saludables) por mayores grados de transparencia pública, inevitablemente salen a la luz aspectos tenebrosos de grupos, instituciones o personas. Frente a ello, se dan dos opciones principales: reconocer o negar.
En relación con lo segundo, la psicología maneja los conceptos de negación y renegación. Con permiso de los expertos, lo diré en términos corrientes y quizás algo imprecisos: ambas son formas de defensa emocional frente a hechos reprochables o traumatizantes. Por ejemplo, un niño abusado por sus padres, puede bloquear esos actos chocantes que entran en conflicto con su sentido de afecto, protección o identidad. O bien, personas adultas que mantienen una fuerte adhesión hacia un colectivo (partido político, iglesia, país), una causa o un líder determinado, con frecuencia rehúsan reconocer – o siquiera a abrirse a discutir - hechos reprobables que puedan poner en entredicho sus lealtades.
En inglés existe el dicho: my country, right or wrong. Su sentido es: “estoy con mi país, tenga o no la razón”. En la historia de Chile, más de una vez se ha escuchado decir: “aunque éste sea un gobierno de porquería, es mi gobierno”.
El sentimiento - sea sincero o exacerbado por presiones externas - de lealtad patriótica o partidista ha producido, históricamente, una profusa serie de negaciones. Lo propio ocurre con las adhesiones basadas en otros rasgos de identidad compartida, sean éstos de tipo religioso o de pertenencia a distintas “tribus” sociales.
Estas reacciones primarias están enraizadas en dos propensiones poderosas: Por una parte, afirmar la propia identidad y, como corolario, sospechar de los “otros”, de quienes están más allá de los límites de mi familia, sector o colectivo; por otra parte, el impulso de conservación, el cual conlleva la tendencia de la defensa a ultranza de los intereses personales y grupales. Las normas éticas, que significan tomar en cuenta los intereses y derechos de todos, incluidos los “otros”, suponen un estadio superior de evolución social, hacia el cual hemos ido avanzando sólo lentamente.
Con todo, en los últimos 40 a 50 años, ha ido ganando terreno, poco a poco, una tendencia a conciliar lealtades y críticas. Un factor central en este proceso ha sido la difusión de principios de ética política y social de aceptación internacional: derechos humanos, protección del medio ambiente, probidad y transparencia… Así, hoy es posible escuchar – sobre todo entre los más jóvenes – expresiones de apoyo a un gobierno, institución o persona, junto a reproches por tal o cual acto o política. Ejemplo de ello han sido los reconocimientos por violaciones de derechos humanos del pasado que se han hecho en distintos países, los cuales incluyen también la admisión de hechos reprobables cometidos por el propio bando, como fue el caso de Sudáfrica; o bien la reacción de aquellos católicos que, sin renunciar a su fe ni a su lealtad hacia las autoridades eclesiales, no sólo reclaman que se examine a fondo el bullado problema de los abusos sexuales por parte de sacerdotes, sino que también critican algunos aspectos de organización o doctrina de su iglesia.
No obstante, las voces de reacción maniquea que rechazan en bloque todo lo que sea un asomo de cuestionamiento hacia lo que consideran como propio, son todavía más ruidosas. Y es que una las cosas más difíciles de alcanzar es ser leal y crítico al mismo tiempo. Pero es también una de las más necesarias.
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