martes, 30 de marzo de 2010

PATEAR PARA ARRIBA


Hace tiempo atrás llegué a la conclusión de que las personas más respetables son las que, de cara a los poderosos, mantienen una actitud independiente, crítica y, de ser necesario, altiva, a la vez que son capaces de actuar solidariamente y con empatía hacia los más desprotegidos; a la inversa, quienes merecen mayor repudio son los que se manifiestan obsecuentes con los fuertes y se conducen como tiranuelos con aquellos sobre quienes ejercen algún control.

Convencido de la verdad de esta máxima, la he venido divulgando cada vez que se me presenta la ocasión (cuidando de no repetirme ante el mismo auditorio, ejercicio que con el paso de los años se torna bastante arduo e incierto). La última vez que expresé esta idea, la reacción de una amiga presente en la reunión me dejó pasmado, pues dijo lo mismo que yo quise decir, pero de modo mucho más simple y contundente: “¡Por supuesto!”, exclamó; “se debe patear para arriba, jamás para abajo”.

Hay, desde luego, quienes patean en ambos sentidos y quienes no patean nunca. Los primeros son iracundos desenfrenados y los segundos, pusilánimes. Lo que interesa, sin embargo, es el contraste moral entre los que se inclinan en una u otra dirección.

El tipo humano del pateador para arriba coincide en buena medida con el ideal del ciudadano activo. Tal como se espera que se comporten los que han sido iniciados en las artes marciales, los buenos ciudadanos no deben andar buscando oportunidades para dar coces, sino reservarlas para cuando las circunstancias lo exigen. Lo esencial, sí, es que obren persuadidos de la necesidad del orden (democrático) aunque conscientes de que tal orden se sustenta sobre el principio de la soberanía popular. Por tanto, las autoridades son meras delegatarias de la voluntad del pueblo. Como tales, merecen acatamiento y respeto, en la medida en que cumplan debidamente su función, pero están sujetas a fiscalización, censura, e incluso, como último recurso, a su remoción por parte de la ciudadanía.

A su vez, la figura del pateador hacia abajo se encarna en personas comunes y corrientes que son objetos y sujetos, víctimas y victimarios, de relaciones de “pequeño poder”.

El lugar de trabajo y el hogar son los escenarios más consabidos de diversas formas de abuso de este “pequeño poder”, desde la simple desconsideración, hasta los extremos del vejamen y la crueldad. Sin embargo, también en otros ámbitos, como la sala de clases, incluyendo las aulas universitarias, las patadas hacia abajo están lejos de ser una práctica en vías de extinción. Por supuesto que la labor educativa requiere de disciplina y se sabe que los alumnos tienden a poner a prueba los límites que ésta impone, pero la forma como está estructurada la enseñanza otorga una relativa impunidad a las posibles iniquidades del docente porque, tal como sucede en ámbito del trabajo o del hogar, el hechor se encuentra generalmente a resguardo de escrutinio externo y está en posición de negar favores o causar perjuicios a aquellos que le están sometidos.

A menudo, quienes sienten el impulso de cometer abusos dentro de sus propias esferas de autoridad, sufren o han sufrido, a su vez, la prepotencia de otros. Esta observación de sentido común no justifica, por cierto, las arbitrariedades, pero sí hace patente la necesidad de insistir en que en toda la cadena del ejercicio del poder, grande o pequeño, hay que hacerse respetar respetando.

martes, 23 de marzo de 2010

¿QUÉ TIENEN QUE VER LA ETICA Y LA POLITICA?


En 1919, Max Weber se planteó la pregunta que sirve de título a esta columna, en una conferencia que dictó para los estudiantes de la Universidad de Munich sobre “La Política como Vocación”.

Frente a esa interrogante, el gran pensador alemán nos dice que es común que se den respuestas extremas y opuestas. Por una parte, se suele afirmar que la política no tiene nada que ver con la ética. Esta es una posición simplona pero bastante difundida, que se escucha a menudo en conversaciones de sobremesa, del tipo de “los políticos son todos sinvergüenzas”.

En otro extremo, se sostiene que unas mismas normas morales debieran aplicarse a todos los ámbitos del quehacer, incluso el de la política. Esto es un error. Aclaremos: a un nivel de máxima generalidad, se podría decir que hay uno o dos principios morales que deberían ser válidos para toda actividad humana. Sin embargo, cuando se trata de normas más precisas, éstas varían, dependiendo del ámbito o campo de que se trate. Ello no implica abogar por reglas éticas más diluidas para ciertos casos, sino postular aquéllas que corresponden mejor a cada situación.

Por ejemplo, en el ámbito de la familia predominan los mandatos morales del altruismo, de dar a cada cual según su necesidad (los niños, los enfermos y los ancianos reciben más atención y recursos). Pero lo mismo no es aplicable a los tratos comerciales, los cuales están marcados por el afán recíproco de obtener lo más favorable a los propios intereses y se hallan sujetos a reglas éticas apropiadas a ese tipo de relación, como la que manda actuar de buena fe. También son muy distintas las normas sobre guerra justa o sobre cómo conducir las hostilidades, porque tratan nada menos de cuándo está justificado recurrir a la fuerza bélica o bajo qué condiciones es lícito matar al adversario.

Es necesario, entonces, discernir qué caracteriza específicamente al ámbito de la política democrática. Weber identifica algunos rasgos esenciales. Uno de ellos, que nos interesa destacar ahora, es que para llegar al poder y ejercerlo, el político requiere de un aparato partidario y del apoyo de los electores. Todos ellos son seres humanos, no ángeles ni demonios. Por lo mismo, se mueven por razones de bien común pero, más frecuentemente, por interés propio. Un buen líder puede, en momentos dados y por cierto tiempo, movilizar lo mejor de lo que la gente es capaz, pero no indefinidamente.

Por ello, el secreto de la ética política no consiste en esperar ingenuamente que la condición humana se eleve por encima de sus propios límites, sino en capitalizar los momentos de lucidez o de vergüenza cívica para erigir protecciones contra nosotros mismos; es decir, para aplicar ejemplarmente las leyes existentes y para crear nuevas y mejores instituciones y controles. Después vendrán, inevitablemente, nuevos intentos por eludir las normas de ética política y también, como respuesta, renovados esfuerzos por hacerlas cumplir.

En eso radica el juego de la política democrática: en el progreso gradual y a tirones. Todo lo cual es muy humano y, por ello, muy imperfecto. Sin embargo, es lo mejor que podemos hacer, considerando que las otras alternativas de la vida real no consisten en una súbita transmutación de las personas a la condición de serafines, sino en actitudes de cínica desidia, en hacer gárgaras de retórica altisonante o en ensayar formas inaceptables de ingeniería social.

domingo, 21 de marzo de 2010

RECONSTRUIR MEJOR


Dándole ánimos a un joven amigo desalentado, Séneca le escribía, hace ya dos mil años: “sembramos nuevamente luego de una mala cosecha; volvemos a echarnos a la mar después de un naufragio…”. Hoy en día, en Chile abundan las reflexiones parecidas. Se suele recordar a Sísifo, el personaje mitológico condenado a empujar constantemente una enorme roca montaña arriba, la que siempre volvía a rodar cuesta abajo, cuando estaba a punto de alcanzar la cumbre.

Entre tantas respuestas que ha provocado el reciente terremoto, detengámonos en una que resume las interrogantes que esta tragedia nos plantea sobre las reiteraciones de la historia y sobre la posibilidad de un aprendizaje verdadero: “¡Reconstruir mejor!”. En la contienda política pequeña, esta frase puede interpretarse como “lo haremos mejor que el gobierno anterior”. En cambio, su verdadero sentido, hayan o no querido imprimírselo quienes la pronunciaron, debiera ser: ¿Cuánto y cómo podemos aprender de las grandes desgracias?

Comencemos por notar cuán insignificantes nos parecieron, luego del sismo, las pequeñas grietas en los muros y la vajilla quebrada. Antes le hubiésemos dado mucha importancia. En cambio, después del 27 de febrero, cuando hemos preguntado a parientes y amigos sobre cómo los afectó el sismo, la respuesta más repetida ha sido: “No me pasó nada, comparado con lo que ha sufrido tanta gente”. ¿Es que siempre se requiere de un desastre para tomar distancia y distinguir lo importante de lo superfluo?

Para intentar responder, regresemos a Séneca: en su época, la Roma Imperial había alcanzado un bienestar material sin par. De mano del progreso llegaron los excesos más inauditos. Los ricos competían por quién exhibía el carruaje más grotescamente lujoso, al tiempo que pagaban verdaderas fortunas por algún manjar exótico para hacer ostentación en sus desenfrenados banquetes. Ante tales excesos, Séneca evoca con añoranza las costumbres austeras de los ciudadanos de antaño, cuando el poderío romano aún se estaba edificando. Por su parte, en sus magistrales observaciones sobre su visita a los Estados Unidos, más de 50 años después de la gesta de independencia de ese país, Alexis de Tocqueville anota que el progreso material ha traído aparejado un ablandamiento del espíritu de los tiempos fundacionales.

“En el dolor nos hacemos; en el placer nos gastamos”, decía un pensador español. No se trata, por supuesto, de promover una ética de la mortificación. El punto consiste en comprobar que en la marcha de la sociedad enfrentamos una desoladora paradoja: luchamos con denuedo con miras a lo que pensamos será un futuro mejor; luego, cuando llega el progreso material, viene acompañado de la exaltación de lo banal y de la degradación de los espíritus.

¿Quiere decir todo esto que nos movemos circularmente y sin sentido, como el buey que empuja la rueda de molino? No lo creo. Pienso que el movimiento de la historia se grafica mejor con la figura de una espiral tridimensional, pero de un ángulo muy cerrado. A cada giro de esta espiral hay un leve ascenso, aunque con frecuencia es imperceptible para la inmensidad de nuestra desolación y de nuestros anhelos. Y también – algo de lo cual no da cuenta la imagen de la espiral - hay retrocesos ocasionales. El desafío, entonces, es tratar de aprender lo más posible de cada vuelta de la historia, para que en cada ocasión la reconstrucción material y moral pueda ser algo más elevada, un poco mejor…