
Las grandes tiendas y los bancos ofrecen asiduamente créditos de consumo, por escrito y por teléfono. Sin embargo, la información que entregan está cuidadosamente diseñada para que los clientes se fijen preferentemente en la cuota mensual. En su mayoría, las personas miran sólo ese dato y concluyen: “esto lo puedo pagar”.
Las actuales tasas de interés de los bancos ascienden a alrededor del 33% anual, (sin contar seguros y otros posibles cargos). Tales tasas pueden no ser ilegales, pero en una economía estable, con inflación de un dígito, desde el punto de vista ético son claramente usurarias. Los intereses encubiertos en las ventas a plazo son bastante mayores; el comprador termina pagando hasta el triple del precio al contado.
¿Quiénes caen? Los que se fijan sólo en la cuota y no sacan otras cuentas, o bien los eternos encalillados que van empujando, cuesta abajo, una bola de nieve de deudas. Esto es, los de menores ingresos y los consumidores adictivos, las víctimas históricas de la usura. En suma, millones de personas.
¿Cómo hemos llegado a este estado de cosas? A partir de cuatro pasos:
Primero: Siglos atrás, la religión condenaba todo préstamo a interés. Se decía que si el dinero era estéril, no era justo que produjera frutos. Con el desarrollo del pensamiento económico, se comprendió la importancia de la intermediación financiera y se terminó por estimar lícito un interés razonable. No obstante, se siguió castigando el cobro de intereses superiores al límite legal.
Segundo: Comenzando con las revoluciones republicanas y liberales de fines del siglo XVIII, se fue avanzando hacia la prohibición de la esclavitud y de los estamentos o clases privilegiadas. Sin embargo se suponía que, aliviado de estas cargas históricas, hasta el ciudadano más modesto podía decidir por sí mismo, sin mayores trabas (por ejemplo el minero de carbón podía contratar “libremente” con el dueño de la mina). Por esa época se concluyó que el comprador debe cuidarse por sí solo y que no le toca al Estado proteger a la gente de su propia imprevisión. Claro que se continuó sancionando penalmente la estafa, esto es el daño pecuniario producido a otro mediante un elaborado engaño. Sin embargo, si no había una maniobra engañosa, sino que simplemente algún incauto aceptaba comprar caro algo de inferior calidad, el problema era suyo. No se necesita mucha sagacidad para advertir que la regla de dejar que los consumidores se cuiden solos estaba pensada para las personas con mayor educación y recursos económicos.
Tercero: Las tendencias económicas dominantes, en los últimos 30 años, enfatizan la libertad de emprendimiento. Ésta es esencial para el progreso, pero contiene tanto impulsos creativos como depredadores. El desafío, entonces, es fomentar los primeros y regular los segundos. Sin embargo, los empresarios protestan contra toda regulación alegando que puede asfixiar la capacidad de iniciativa. Ello es cierto cuando es desmedida; pero una regulación demasiado débil da rienda suelta a la depredación.
Cuarto: la inversión y el consumo son pilares de las economías abiertas. Sin embargo, con la publicidad moderna, la disponibilidad de créditos y el estilo de vida urbano contemporáneo, se pasa fácilmente del consumo al consumismo.
Consideremos todos estos factores y veremos que la usura de hoy día está encubierta en los préstamos bancarios y, todavía más, en las ventas a plazo. ¡Que el comprador se cuide solo! ¡Qué chiste cruel! La verdad es que, en nombre de respetarles su supuesta libertad de elección, los más necesitados siguen trabajando para adquirir lo necesario (y hoy, también lo superfluo) en los equivalentes actuales de la antiguas pulperías.
¿Soluciones? Una mejor legislación sobre la usura abierta o encubierta; más eficientes servicios de protección e información para el consumidor; y estudiar si hay sistemas eficaces que permitan a los consumidores de menos recursos ahorrar primero y pagar al contado después, desembolsando la mitad o menos de lo que acostumbran pagar.
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