
La ética pública ha avanzado siempre tironeada por la realidad y, por tanto, en épocas de rápidos cambios, como la que vivimos, evoluciona más velozmente. Basta pensar que veinte años atrás no existía, ni de lejos, una demanda pública por la transparencia de los actos de las autoridades.
A menudo pasan muchos años desde que se acepta socialmente un nuevo principio de ética pública hasta que éste se plasma en una ley. Por ello, las exigencias sociales sobre la conducta de las autoridades se basan, a veces, en imperativos morales que aún no son regulados por la ley. Ello no significa que carezcan de fuerza ética; de hecho, los gobernantes ya saben que no basta alegar que no han violado la ley, cuando infringen algún principio de moral pública.
En Chile son varios los principios éticos que en años recientes han llegado a ser generalmente aceptados y que, sin embargo, no están regulados por la ley o lo están insuficientemente. Por ejemplo la ilegitimidad de los gastos reservados excesivos; del favoritismo en sus distintas variantes (nepotismo, amiguismo, clientelismo…); de distintos conflictos de intereses; y de la llamada puerta giratoria. En esta columna nos referimos a esta última práctica.
La prensa le ha dado el nombre de puerta giratoria a la situación de las personas que entran y salen de la cárcel, repetidamente. Analizaremos otra variante de “puerta giratoria” que se conoce desde antes.
La expresión viene de un escándalo que ocurrió en los Estados Unidos. A comienzos de los años 80 un informe del Congreso de ese país reveló que ejecutivos del departamento de adquisiciones del Pentágono se acogían a media jubilación a los cuarenta y tantos años e inmediatamente eran contratados por las mismas empresas de armamento con las habían tratado cuando estaban al servicio del Estado. Se supo también que en las facturas que dichas empresas presentaban al Pentágono, los precios estaban increíblemente inflados. Conclusión: esos funcionarios tenían el incentivo perverso de no morder la mano que los alimentaría mañana. Lo mismo ha ocurrido en diversos países en los sectores bancario, eléctrico y de telecomunicaciones, entre otros.
La solución es compleja. Con sólo prohibir que un funcionario ejerza en el mundo privado dentro del campo de su especialidad, luego de dejar su cargo público, no se resuelve el problema. Al Estado le conviene atraer buenos profesionales, los cuales dudarían sumarse al gobierno si luego quedan impedidos de ganarse la vida en lo que saben; también hay que respetar el principio de libertad de trabajo. Para conciliar estos intereses contrapuestos, algunos países han establecido una prohibición por un tiempo determinado para evitar que ex altos funcionarios trabajen en empresas privadas del mismo sector con el cual se relacionaban cuando eran agentes del Estado. Incluso, en algunos países se mantiene la remuneración total o parcial del ex funcionario mientras dure esta prohibición.
En Chile todavía no hay cabal conciencia de este problema ni cobertura adecuada de prensa. Por tanto, es oportuna la entrevista en la sección Reportajes del Domingo, de este diario, al connotado economista chileno y profesor de la U. de Yale, Eduardo Engel. Este académico hace notar que en el actual gobierno, la Subsecretaria de Obras Públicas representaba antes, como abogada, a agrupación de empresas concesionarias. Se da aquí un caso potencial de doble vuelta de la puerta giratoria. Primero, la profesional llega al gobierno al mismo puesto donde antes tenía su principal “contraparte”. Luego, en 2014 o antes incluso, es posible que regrese a trabajar en el mundo privado, defendiendo a las concesionarias, pero ahora provista de un acabado conocimiento interno de cómo actúa respecto de ellas el Estado. ¡Como para encender una fuerte luz amarilla!