jueves, 16 de junio de 2011

EL ACUERDO DE VIDA EN COMUN


Es sabido que todo progreso social siempre supone un cambio mayor que, como tal, tiende a ser fuertemente resistido por distintos sectores. Eventualmente, el nuevo criterio termina por imponerse, aunque sea a despecho de muchos. Más tarde, quienes se oponían a lo nuevo comienzan a tolerarlo. Luego lo aceptan. Mucho después, virtualmente a todos les parecería inconcebible que se regresara al pasado.

Los ejemplos abundan, desde la abolición de la esclavitud y la ilegalización de la tortura, pasando por normas mínimas de protección laboral y la aprobación del voto femenino hasta llegar a temas como el reconocimiento de distintas identidades u orientaciones sexuales. Todos estos avances fueron intensamente resistidos en su tiempo.

Es cierto que nunca faltan los trasnochados que siempre quisieran volver a un pasado remoto, pero en el gran esquema de la sociedad no pasan de ser una excentricidad anacrónica.

El punto crítico se halla en el debate público previo a la aprobación de una reforma de envergadura sobre cuestiones de ética social. Tales proyectos suscitan en algunos sectores profundas aprensiones. Ello se explica porque si bien todo progreso supone un cambio, no todo cambio termina siendo un progreso y los más conservadores (que no son pocos) instintivamente presumen que ese será el caso de cualquier innovación que esté en el tapete.

Con todo lo anterior en mente, pensemos en el actual debate sobre los derechos y compromisos mutuos de parejas estables del mismo sexo.

Tres son las principales posiciones que se perfilan en esta materia y ellas agrupan partidarios y adversarios más allá de alineaciones o alianzas políticas: (i) confinar las regulaciones legales a aspectos económicos; (ii) regular un Acuerdo de Vida en Común (AVC) de alcance más integral y con cierto carácter de status civil, sobre lo cual la principal propuesta que está siendo considerada es una que formulara Andrés Allamand; y (iii) permitir el matrimonio entre personas del mismo sexo. La diferencia entre las dos últimas alternativas estriba fundamentalmente en el simbolismo de la institución matrimonial, que los homosexuales y quienes apoyan sus demandas reivindican como una opción a la cual tienen derecho a acceder, mientras otros reclaman que se preserve su carácter de una unión entre un hombre y una mujer.

Opino que alguna forma de AVC es el mínimo aceptable y que terminará por imponerse. Si más adelante se llegará a caracterizarlo o no como matrimonio, no me parece posible vaticinarlo; puede ser que el poderoso simbolismo cultural de la institución matrimonial merme en el futuro o puede ser que se reafirme.

La principal razón por la cual pienso que al menos una modalidad de AVC será aceptado, más tarde o más temprano, es que todos los grandes cambios en materia de ética social en los últimos dos siglos han consistido en intentar superar formas de exclusión, discriminación o explotación en contra de determinados colectivos a cuyos individuos se había negado, tradicionalmente, la condición de personas, de ciudadanos o la igualdad básica en el goce de derechos fundamentales. Ninguno de esos cambios se produjo por una gentil concesión de parte de quienes detentan el poder, sino que fueron el fruto de arduas conquistas. Lo propio sucederá con algo parecido al AVC y, quizás, más tarde, con el matrimonio gay.

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